Una crisis secular
Hace cosa de tres años discutí con un pensador español, viejo en DNI pero joven de mente, si no estaríamos inmersos en una crisis más que secular que arrancó del nuevo espíritu de la revolución francesa y de la independencia de EEUU.Muchas cosas han cambiado y más que cambiarán. Por ejemplo, la educación financiera de la gente y la función tradicional bancaria. Hoy están directamente relacionados inversores y ahorradores vía fondos o gestores en la llamada desintermediación. Fenómeno imparable. Los títulos son más transparentes, líquidos y baratos que las pólizas, dicen, y la banca lo ha asumido -qué remedio- convirtiéndose más en distribuidora que en tomadora de riesgos. Los pasados déficit públicos fueron su caldo de cultivo. Después la titulitis, con ayuda de los productos derivados, llevó a ofrecer fondos en renta variable garantizados. Y los derivados, a su vez, se emplearon en apalancamientos de inversión impresionantes.
La libertad de movimientos de capitales ha hecho el resto. Así se han configurado verdaderos monstruos inversores que se mueven cada minuto en cualquier punto del globo con plenos poderes de gestión y que no buscan sino el crecimiento y el margen; que apalancan sus fondos propios y garantizan ciertas rentabilidades en el peor de los casos. Todo lo cual implica que haya momentos de falta de liquidez, necesidad de cobertura por garantías dadas al partícipe, situaciones delicadas en mercados otrora con yields elevadísimos, y que ahora han de mantener o aumentar para su desgracia.
Actuaciones que pueden alterar el valor de las monedas, las cotizaciones de los títulos e incluso el rating de un país. Y que pueden crear precios ilusorios de los bienes de producción distorsionando equilibrios y competitividades reales. Varios países del sureste asiático saben algo de esto.
Por lo pronto, tales aconteceres han servido para desvelar problemas de modelo económico, de regulaciones, de corrupción e incluso de modelo político.
Ahora quisiera repasar la situación de aquellas empresas españolas que han orientado su necesaria expansión hacia Latinoamérica. ¿Cuándo y adónde tenían que ir? Ya, y allí. Lo han hecho bien: en su momento, a precios razonables, en los negocios convenientes, en empresas destacadas y asumiendo la gestión. Se han amortizado los excesos (fondos de comercio), depurado los precios (auditorías), saneado estructuras, compensado los riesgos de cambio en lo posible, economizado las inversiones (compartidas, apalancadas), conscientes de que se trata de proyectos estratégicos a plazo y en países con PIB per cápita entre un tercio y un décimo del español. Son países abocados a fuertes ajustes periódicos y a populismos, países poco liberalizados e inflexibles y sustentados en exceso en ciertas materias primas. Los precios del crudo, del cobre o unas elecciones pueden causar perturbaciones, máxime en momentos, como los actuales, en los que no juegan tanto factores de relación cuanto el contagio de desconfianza que empieza en otra parte y se extiende allí. Todo el mundo conoce la importancia del crudo en Venezuela, país, al fin y al cabo, de dimensión escueta y acotable economía. Otros descubren que Brasil ha de buscar más de ocho billones de pesetas para amortizar deuda y financiar su déficit por cuenta corriente en 1999, con precio caro para sus bonos. Pero se olvidan de las posibilidades que ofrecen estos países a la inversión directa extranjera y de sus privatizaciones. Y se olvidan de sus programas disciplinarios y de su modernización. A ésta colaborarán no poco nuestras empresas españolas. Además, la imperfección de los mercados y la demanda potencial brindan enormes márgenes -en moneda local a inmunizar- que soportan cualquier contingencia.
De cualquier modo, la bicicleta del progreso debe seguir en marcha. Esto es vital para que los fallos y las lacras que salen a la luz en estas crisis no se conviertan en un lastre. Es este dar a los pedales lo que confiere un carácter humano y vulnerable tanto a la crisis como a su remoción. De modo que -si llegara el caso, hoy no muy probable- sería lícito defenderse dando también pedales como se hizo con la deuda del bloque que tratamos tras 1982: contabilización no a machamartillo, moratorias, quitas, conversiones Brady, etcétera. No es que defienda la heterodoxia, líbreme Dios; lo que digo es que una bicicleta, andando sobre el barro, deja, al menos, rastro: vale más que dejarla caer.
Se cuenta además con el viento a favor de unas alternativas poco brillantes a la inversión financiera ya asumida, dados los bajos tipos occidentales y las expectativas de menor crecimiento.
Lo citado antes sobre una crisis secular viene a cuento de las penurias que arrastran Japón y Rusia. Ambos países, claramente opuestos, han tenido, sin embargo, algunas connotaciones comunes en lo que hace a diversas carencias de libertad y transparencia. De ahí que su crisis tenga caracteres diferenciados de las crisis occidentales: no ha sido tanto consecuencia del uso de las libertades cuanto de la falta de éstas.
Japón -empezamos por aquí- es una potencia eminentemente industrial y competitiva, hermética hacia dentro y con un mercado interior muy protegido, necesariamente volcada hacia el exterior y con unos modelos regulatorios más que discutibles. Un país con un mercado doméstico limitado y sin grandes riquezas naturales no se concibe como la segunda potencia económica mundial, sino con el concurso de una serie de parámetros insostenibles en el tiempo. Uno de ellos es la instrumentalización de lo financiero. Este sector -bancos generales y muy especializados, casas de Bolsa, hipotecarias, financieras- está al servicio de los zaibatsu -unos conglomerados que no tienen principio ni fin- dominados por un sentido industrial y por unas tradings que, asumiendo riesgos de mercado inconmensurables, dan salida a los productos. Otro parámetro singular es el sociológico, que permite una especie de ahorro voluntario de los trabajadores o que instaura una cultura que impregna de una extrema lealtad a la empresa y de respeto a los escalones y a la gerontocracia. O que entiende las huelgas trabajando horas extras. De tales comportamientos emerge una productividad física que aguanta y más la pérdida de competitividad por mor de un yen históricamente fuerte. Así, con ayuda de las tradings y de inversiones directas en el exterior, Japón ha invadido los mercados mundiales, especialmente en EEUU y en el Pacífico, área, esta última, que absorbe cerca de la mitad de sus exportaciones y de su deuda en yens.
Finalmente, y por no ser exhaustivo, el dirigismo industrial es muy fuerte, así como el proteccionismo de su mercado financiero y, sobre todo, real. Inevitablemente, este modelo extraño no debería extrapolarse al futuro, aunque le cueste a Japón dejar de ser la apabullante potencia que ha sido. Las regulaciones son del todo insólitas. Por poner un ejemplo: una parte de las plusvalías potenciales de la cartera de valores de un banco, según la cotización bursátil, es computada como capital a efectos de los correspondientes requerimientos. De ahí que cuando en 1990 aparecieron las apreturas del sector, éste comenzó vendiendo inmuebles donde fuese, hundiendo entre otros el mercado inmobiliario de Manhattan. Luego le tocó el turno a los valores... Japón, como otras economías del área, ha sido víctima de su agresividad heterodoxa y ahora se encuentra con que sus mansos colaboradores del Pacífico necesitan reflotarse, necesitan capitales y necesitan exportar más que importar.
¿Cómo se entiende un país con moneda fuerte, grandes crecimientos, altísimos superávit de balanza, tipos e inflación bajísimos y pleno empleo en el pasado? Con artificiosidad.
Acaso Japón está abocada a virar hacia una economía más abierta, ortodoxa, terciaria y menor. El Gobierno no parece que lo tenga fácil políticamente, pero sobre todo no parece que demuestre talante. No basta con que EEUU soporte un yen débil ni con cirugías exclusivamente fiscales o financieras. Y Japón es demasiado importante.
En Rusia se dan circunstancias muy distintas. País hoy ridículo en términos económicos cuantitativos (PIB inferior al español en pesetas) y cualitativos (ausencia de mercados fiables y del concepto plazo), Rusia representa, sin embargo, un potencial enorme en varios sentidos: cultural y científico, geográfico, mineralógico. Además, entraña un peligro latente por su armamento y su desembocadura política. Su penuria se expresa también en la ausencia de dinero físico, en los depósitos bancarios, que apenas alcanzan el 4% de un PIB mermado, y en sus grandes obligaciones: depósitos de rusos en monedas fuertes por el 12% del PIB, deuda exterior de 200.000 millones de dólares (más de la mitad en monedas fuertes), contratos de futuros, salarios impagados, pérdida de riqueza (más de 120.000 millones de dólares en lo que va de año). Si dejamos de lado los factores reales, todo ha sido una cuesta abajo de las finanzas públicas. En el primer trimestre de este año se ha recaudado el 10,9% del PIB frente a un gasto del 15,5%. Los altos tipos han supuesto una carga de intereses del 5% del PIB en el citado periodo. Incluso el presupuesto primario ha sido deficitario por el 2,5% del PIB en 1997. Está claro que se impone una reforma fiscal y una represión del fraude. Hay una tentación clara hacia las emisiones de dinero inflacionario. Los pasados años de dura política monetaria no han servido sino para sostener artificialmente el rublo. Nada se ha hecho por abrir los mercados y por implantar una política fiscal disciplinada. Un rublo realista hubiera impulsado las exportaciones llevándolas más allá de las commodities.
Por contra, se ha convivido con una situación de autoconsumo, con unos salarios impagados que más que ahorro -en el caso de que se cobren, en rublos- han sido una detracción de la demanda efectiva y del desarrollo de unos esquemas mínimos de distribución. Habida cuenta de que más de la mitad de los productos se importan, el consumo, si se despierta, despertará también la inflación.
Otras manifestaciones, como la avidez de los bancos rusos por comprar dólares, revelan una profunda desconfianza. Existe un claro peligro de vuelta a la autarquía y por tanto a la heterodoxia, con los consiguientes impactos en la inflación, en el rublo y en las cuentas públicas. En estas condiciones las ayudas del Fondo Monetario serían un despilfarro. Es fundamental alertar a la opinión pública y al ciudadano, hoy tentado hacia la involución, porque le dicen que el mercado es nefasto y que el precio del petróleo y la cicatería occidental son los culpables de sus males.
La apariencia del pasado se ha roto; los intentos reformistas, también. Con una visión un tanto cínica, diríamos que los problemas de Rusia son muy rusos. Que es además un país de pequeña dimensión económica. Su crisis, no obstante, afectará a sus actuales acreedores y supondrá un desaprovechamiento de su potencial y acaso una amenaza política. Pero el mayor perjudicado, el mayor acreedor será, como de costumbre, el sufrido pueblo ruso.
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