Dueño del secreto
El retorno de Felipe González a la dirección política efectiva del PSOE impone otra vez un juego de tercero excluido: o se acepta en bloque el pasado o se destruye por completo. Y, como la destrucción del pasado es imposible porque nos sumergiría a todos en el silencio, no queda más remedio que aceptarlo en su totalidad. Las posiciones sincréticas, la posibilidad de que muchas cosas puedan ser verdad al mismo tiempo aunque aparentemente se contradigan, no caben en el nuevo curso político. González, como todos los que han ejercido el poder, sabe bien que la imagen del pasado es fuente de legitimidad: no hay futuro para quien tenga sobre su propio pasado una imagen de infamia. El partido socialista ha atravesado momentos de parálisis y desconcierto porque durante la última legislatura se hizo añicos la imagen que sus militantes llegaron a tener de su reciente historia. Eso se ha terminado: hay que pasar a la ofensiva y borrar esa imagen, suprimirla por completo. No hay lugar para tomar del pasado las zonas de luz y rechazar las de sombra; no valdría decir que realizaron una razonable gestión en Seguridad Social o en educación, en política militar y en exterior, pero que consintieron una rampante corrupción y que en Interior fueron nefastos. Nada de eso: o se toma todo o se está con el enemigo.Es preciso, por tanto, negar como propio lo que en ese pasado es manifiestamente inicuo: ni Urralburu ni Roldán, dos "sinvergüenzas", pero tampoco Sancristóbal o Damborenea, dos "delatores", son pasado socialista. Pero sí es pasado socialista la lucha antiterrorista, el Ministerio del Interior y sus dos máximos responsables. Es más, Barrionuevo y Vera están en la cárcel porque son socialistas; si no lo fueran, no estarían en la cárcel. De ahí que los dirigentes del PSOE denuncien como persecución política el jucio al que han sido sometidos, califiquen como iniquidad la sentencia del Supremo e injurien a su presidente afirmando que "pone su cara" por el PP.
Quienes así hablan son políticos experimentados, capaces de controlar movimientos pasionales y de planificar racionalmente estrategias con arreglo a fines. La movilización contra el Supremo presentándolo como marioneta del Gobierno no es fruto de una obcecación transitoria ni de una exigencia de solidaridad. Lo que pretende es devolver al militante la estima perdida y despertar el espíritu combativo de un partido excesivamente castigado y desmoralizado. Para conseguirlo no han encontrado mejor camino que reavivar los reflejos antisistema que dormitan en cada corazón de izquierda: la justicia está podrida y el Gobierno es inicuo. Es lo que llaman ir hasta el final: acusar a la justicia de ejecutar la política del Gobierno y cargar contra el Gobierno por haber roto, obsesionado con meter a un socialista en la cárcel, las reglas que deben regir las políticas antiterroristas.
De eso, de lo que fue la política antiterrorista, no se habla, porque si ellos hablaran... la de cosas que podrían decir. A la vez que reivindica el pasado entero, González se presenta como dueño de su secreto. El efecto en su propio partido de ese doble alarde de poder que consiste en asumir todo el pasado y mostrarse como único buceador de sus profundidades está garantizado: González vuelve a la ofensiva política y los militantes se rinden otra vez a su liderazgo.
Pero no está nada claro que un pasado del que todavía no se puede hablar sobriamente con el propósito de aclararlo sirva para algo más que para enardecer a los muy convencidos. Pues ese pasado, a no ser que se desvele su secreto, no se podrá esgrimir como fuente de legitimidad ante unos ciudadanos despojados ya de inocencia política. Tal es la contradicción en la que puede naufragar esta nueva estrategia de confrontación: que, una vez disipado el efecto de la emotiva despedida del inocente que paga por todos, las dudas y preguntas sobre lo realmente ocurrido en el Ministerio del Interior no se habrán despejado en absoluto.
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