Camino
Al amanecer recorro la arena de la playa en ayunas como un peregrino atormentado que huye hasta perder de vista la civilización, mientras los almejeros de Cullera aran el fondo costero para esquilmarlo. Me acompaña esta referencia de exterminio y voy siguiendo a otros penitentes tocados de ciática y cargados de barrigas, pistoleras, varices y otras variedades de ruina humana. También yo hago penitencia por todos los pecados cometidos a lo largo del año y trato de purificar mi carne interior a través de este trayecto. Este camino, como todos, conduce adonde uno quiera llegar. Voy descalzo rozando el borde de un mar planchado en cuyo fondo hay muchos héroes con el tórax colonizado por cangrejos, y sobre la arena corretean algunos charranes esperando a que emerjan sus almas para picotearlas a falta de otros insectos. No hay muchas salidas. También aquí lo importante es ir, volver y estar legitimado para zamparse un trozo de pan con mojama y aceite. Sin embargo algunos tratan de alcanzar la inmortalidad corriendo, para luego quedarse prosternados echando lo más delicado del aparato digestivo por la boca. Los más audaces van escuchando España a las ocho para aumentar el nivel de dificultad del ejercicio, aunque algunos se ahogan con su propio vómito. Sólo después de varios kilómetros se alcanza por fin la soledad y se conquista la espiritualidad de las sabinas de la duna, pero entonces empieza el peligro. A menudo la muerte hace este mismo recorrido con una visera de Reebok, un pareo verde con las caras de Mickey y Pluto en el trasero y un paquete de Marlboro. Es tan fibrosa como una reina del fitness y su presencia coincide con la baja definitiva de uno de los peregrinos habituales. Siempre sonríe, en ocasiones te pide fuego y hace observaciones sobre el viento y el estado del mar. Algunas veces la muerte adopta la figura de un Henry Fonda muy flaco y está esperando sentada sobre las rocas del espigón del río Vaca con la camisa abierta haciendo chasquidos con los dedos de la mano, como si en su interior fluyese el Lamento de Antonio Carlos Jobim. Entonces hay que dar la vuelta y salir zumbado. Este camino conduce al mismo sitio que todos.
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