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Inquietud

Uno de estos días, las pantallas españolas se harán más libres con el paso, probablemente sigiloso, por ellas de la última película de un portugués universal que, al estilo de la melodiosa retórica del habla cotidiana de su lengua, tiene el largo y ondulado nombre de Manoel Candido Pinto de Oliveira, que aquí nos suena a estrofa de fado y que para quienes seguimos paso a paso el rastro de su obra se queda achicado en una sola ilimitada palabra, Oliveira a secas. En realidad no a secas, sino a húmedas, pues nada hay más opuesto a la sequía que la fertilidad de este caballero nonagenario, de imaginación lozana y abierta como la de un muchacho dinamitero irónico, que anda por ahí con las espaldas guardadas por su mochila llena del pacífico material incendiario de los sabios iconoclastas; que, además, con casi un siglo a cuestas, cuentan que es enamoradizo como un crío; que baila tangos con la agilidad de un apache porteño en plena forma; que, si por él fuera, no se quedaría intacta ninguna curva de mujer que se le ponga a tiro de la mirada; y que, con solemne falta de solemnidad se ríe de su sombra sin que ésta se entere.La última película de Oliveira, la que uno de estos días nos va a dar alas a los españoles que todavía creemos que el cine es más, mucho más, que una sucursal del negocio de los juegos de marcianitos y que un ungüento de sex-shop para calmar los tedios y los quebrantos caseros, y buscamos aún en una pantalla aquella ventana que nos abrieron en la infancia al conocimiento del mundo, y que, a los que ahora somos candidatos a viejos nos daba bajo el ahogo del fascismo, un chorro de aire y libre; su última película, digo, tiene por título el que mejor anuncia la pasión de conocer: Inquietud. Queda por tanto prohibido recomendarla a los quietos y a los que creen que se mueven pero estan varados y confunden la acción con el ajetreo, que en realidad son las cosas más opuestas. Requiere calma vivir la inquietud en que nos hace entrar la mano suave y amistosa de Oliveira; pide mucha serenidad seguir los sutiles y complejos regates de su ingenio sin estridencias ni aceleraciones, como les ocurre a esos dos largos y retorcidos ríos españoles, el Duero y el Tajo, que dejan de parecerse a culebras desplegadas cuando atraviesan la raya sin frontera de Portugal y una vez allí comienzan a hacerse anchura, placidez y llanura con el mar al fondo. La calmosa Inquietud de Oliveira, anciano artista adolescente concierne muy de cerca a la pequeña España escondida que se hace humilde cuando descubre su tosquedad en el espejo de la finura que oculta la retórica musical del idioma portugués. Y en ella entrevemos, todavía dando buena guerra, la música de la palabra de Ramón María del Valle Inclán, otro nombre estrofa, conocido por Valle a secas, pero en realidad también a húmedas, como su paisano algo más sureño Oliveira, que nos trae ahora a los que fuimos niños ribereños del río Tajo, antes de convertirse en Tejo, lo que no veíamos cuando buscábamos los sonidos del nombre mágico de Lisboa con el oído pegado a los rieles del ferrocarril por donde el Lusitania Express pasaba de largo, como una exhalación, ante nosotros, dejándonos allí, sumergidos en nuestra quietud.

No hay hombre más joven que un anciano lúcido a quien las arterias han respetado las yemas del cerebro. La Inquietud de Oliveira es un cine que va tan derecho al grano que en hora y media nos resume siglos de elocuencia de un pueblo inteligente y callado, pero lleno de cosas que decir, de historias que contar, de memoria de lo que merece la pena recordarse. Ayer, en Venecia, donde escribo esta ventana, un viejo cineasta llamado Eric Rohmer nos contó desde el observatorio de sus 80 años unas cuantas historias entrecruzadas de unos cuantos otoños de las gentes que viven entre las viñas que rodean al monte Ventoux. Era otra vez, con otro acento, con otra luz, con otra forma de calma, la misma Inquietud que uno de estos días Oliveira regalará a las pantallas españolas.

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