La caída de un gigante
Su estatura era enorme. Como poco, miraba desde dos metros por encima del suelo. En los pasillos del Palazzo del Lido o del Palais de Cannes se descubría a lo lejos la cabeza de Akira Kurosawa, ancha, muy seria, siempre concentrada alrededor de un gesto hosco, que quienes le conocía asociaban a una insospechada timidez, flotando por encima de todas las que le rodeaban.Pero no era menor su estatura artística. Se percibía en la exaltada generosidad que brota de sus películas y se pudo leer hace unos meses, cuando habló, al enterarse de su muerte, del actor, pequeño de estatura pero con talla interpretativa sin igual en el cine, Toshiro Mifune, que hizo con su talento posible la plenitud del talento de Kurosawa. Ambos se odiaban desde hacía mucho tiempo, tras 20 años y 16 películas de tarea conjunta, cara a cara. El mejor cine de Kurosawa es inimaginable sin la electricidad gestual de Mifune, del que el director dijo, al saber su muerte: "No había otro actor como él. Lo que el rostro de cualquier buen actor logra con esfuerzo expresar en treinta segundos, él lo comprimía en tres. Nunca nadie alcanzó tanta velocidad en el desarrollo de un gesto".
Podría añadirse, en complemento: nunca nadie logró capturar tanta velocidad de las mutaciones de un rostro como la mirada de Kurosawa, una de las más ágiles y precisas que han existido, por no decir la que más. Hay detrás de su cine, sobre todo cuando éste se encara al desafío de atrapar la elocuencia de Mifune, unos ojos avizores de ave depredadora capaz de descifrar el trazado del tiempo y el itinerario de un comportamiento del actor con la exactitud de un animal con instinto cazador desarrollado hasta el límite y afinado hasta la inverosímil. Incluso cuando, en la etapa final de su carrera, ya sin Mifune sometiéndole a las pruebas de fuerza de sus composiciones en Rashomon, Los siete samurais, Vivir y Trono de sangre, el gigante Kurosawa se comportaba como un liviano felino, rapidísimo incluso cuando ya era un octogenario, clarividente como los más eminentes ancianos lúcidos de su oficio. La muerte, en pocos meses, de Kurosawa y Mifune abre del todo al futuro un capítulo inmortal del cine. Y digo inmortal porque hay evidencias de que no perece.
Ver ahora Los siete samurais, sobre todo en su versión completa de algo más de tres horas, equivale a comprobar que este milagro de la aventura de la imagen no ha hecho más que ensanchar el alcance su verdad y su belleza después de medio siglo. Kurosawa saltó a Occidente precisamente aquí, en Venecia, donde escribo a vuela pluma esta evocación, hace 47 años.
Rashomon, además de arrasar en el Lido, arrastró tras ella y extendió por el mundo la recia etapa clásica del cine japonés, y, para nosotros, aunque tras él había una sólida tradición que lo sostenía, Kurosawa fue el primero, el pionero, el adelantado. Y más aún: sigue siendo también el último, o uno de elllos, el que por contraste o por afinidad, continúa todavía trazando la línea fronteriza de quién es quién en el cine japonés posterior a él, desde Shoehi Imamura a Nagisa Oshima y de éste a Takeshi Kitano. Nada tienen apenas que ver, ni en temperamento ni en estilo, éstos y otros excelentes cineastas con él, pero no hay manera de situarlos sin echar un vistazo a lo que de ellos deja ver la gigantesca sombra de Kurosawa, en permanente contraste con el fondo ténue que ocupan las de Kenji Mizoguchi y Yasuhiro Ozu, los otros dos vértices del sublime triángulo de cine japonés clásico.
Murió Kurosawa. A los 86 años rodó su sobrecogedor testamento, El maestro, culminación del gran rescate de su genio impulsado desde fuera de Japón, donde lo habían jubilado, en la etapa final de su carrera, que le condujo desde Dersu Uzala a Kaghemusa, Ran y Los sueños, todas ellas magistrales películas crepusculares. Pero desde más lejos, y no obstante con lugar propio en el tiempo que viene, permanecen igualmente intactas, o tal vez más aún, ocho o diez de las películas que realizó en los años cincuenta y primeros sesenta con Toshiro Mifune enfrente. La enorme estatura física y artista de este hombre de cine se alarga hoy, a la manera de las sombras de las prominencias de un paisaje cuando el sol desciende. Sólo se ha comenzado a hablar de Kurosawa.
Las evocaciones urgentes sobre su personalidad -muy compleja, casi inescrutable- se multiplicarán por todo el mundo. Pero les seguirá el silencio de la meditación y el reposo que siempre preceden al encuentro definitivo de todo gran gran artista con sus últimos destinatarios, los destinatarios de lo que no perece, y ahora Kurosawa comienza a instalar en la memoria de las cosas invulnerables su destino de forjador de una de las parcelas más ricas y más vivas de la imaginación del siglo XX.
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