Pero, ¿hay competencia en el mercado eléctrico?
Sería tremendamente injusto que Piqué se fuera del Ministerio de Industria y Energía vanagloriándose de haber traído la competencia (la de verdad, no la amañada) a un sector clave de la economía española como es el eléctrico.No merece la pena perder espacio comparando el marco estable anterior con el nuevo protocolo, ni la vieja LOSEN con la nueva Ley del Sistema Eléctrico. Me interesa tan sólo resaltar que la tan publicitada liberalización del sector eléctrico que el Gobierno se empeña en incluir entre las benéficas reformas estructurales que nos han llevado al euro es falsa. No es tal liberalización como es sencillo de razonar sin la mínima separación de la realidad.
Aquí ha habido gente (los socialistas, entre otros) que nos hemos negado a aceptar porque sí que la rebaja de tarifas fuese la consecuencia del libre juego en el mercado entre una oferta concentrada y una demanda cautiva. Pero ésa era la ortodoxia que había que argumentar desde el ministerio y desde la mayoría parlamentaria, contra toda lógica y razón. Por contraposición, los heterodoxos entendíamos que el retroceso de las tarifas obedecía a causas mucho más objetivas y mensurables: la caída de tipos de interés y la reducción del precio de las materias primas energéticas, por citar tan sólo dos.
Y con tanto ardor y convicción defendía Piqué su ficción liberalizadora que en un simpático ejercicio de ilusionismo político llegó a vincular la bajada de tarifas de 1997 con una ley -la suya- que no entró en vigor hasta 1998. Como poco, es extraño. Pero esto de las liberalizaciones de la derecha es así: se creen o no se creen, sin términos medios, ni dudas razonables. Por eso el ministro y su equipo no aceptaron ni una sola de las razones que se le esgrimieron desde la oposición cuando se le pidió que las tarifas no se redujeran en un escaso 3,6%. Porque es claro y fácil de entender que, de acuerdo con las condiciones pactadas en el protocolo, la rebaja podía haber sido mayor, infinitamente mayor. No ya del 8,6% que proponía la Comisión Nacional del Sistema Eléctrico, sino del más mesurado 5% que propuso el Grupo Parlamentario Socialista en la Comisión de Industria y Energía del Congreso de los Diputados.
Aquella decisión de no utilizar todas las posibilidades de reducción la tomó Piqué a sabiendas de que lo hacía en beneficio de las empresas y en detrimento de los intereses de los consumidores. Y habría sido razonable que mediado el año se hubiera revisado la tarifa para repartir de modo más equitativo entre compañías eléctricas y consumidores los beneficios derivados de la nueva caída de tipos y del aumento de la demanda. Así, la coyuntura de 1998, extraordinariamente favorable, beneficiará en exclusiva a las empresas porque así lo ha decidido la autoridad energética.
Pero abandonemos el mundo de las tarifas para viajar al del mercado mayorista de la electricidad. Un segmento del mercado en el que se obtiene respuesta al interrogante fundamental: la liberalización del sector, ¿es verdadera o falsa? Pues bien, quienes se mueven en tal mercado, plagado de conceptos técnicos, hablan de consumidor cualificado. Se refieren con ello a una condición que sólo se adquiere si se cumplen determinados requisitos, entre los que destaca un nivel determinado de consumo, por debajo del cual ya no se puede participar en ese mercado (la jerga al uso prescribe que en ese caso ya no se es elegible). Entonces sería coherente suponer que un ministro a quien no se le cae de la boca la palabra mercado, hubiera hecho todo lo posible por alumbrar, al menos, un verdadero mercado mayorista de electricidad. Pero no, Piqué hizo todo lo contrario. Forzó, incluso, el contenido de la Ley Eléctrica para impedir la agregación de consumos de distintos puntos de un único consumidor; y con ello dificultó hasta extremos inconcebibles la adquisición de la condición de elegible que quedó reservada a muy pocos grandes consumidores. Después, en el desarrollo reglamentario de la ley, fue tan cicatero con la libertad que estableció condiciones en materia de cargos por peajes y garantía de potencia, que ahogó cualquier atisbo serio de competencia. La consecuencia de todo ello es elemental: el número de contratos suscritos de acuerdo con las nuevas normas (y, en particular, el contenido de los mismos) es el mejor indicio de que el mercado de la electricidad es una pura ficción literaria.
Piqué, en suma, levantó barreras en lugar de allanarlas. Y justo es decir que esa actitud fue reiteradamente denunciada por la Comisión Nacional del Sistema Eléctrico y por las organizaciones de consumidores. Tan cierto como que la oposición se lo recordó una y otra vez a lo largo del trámite de la ley. Por eso, ahora, los "malos resultados" (el juicio procede del ministerio) del nuevo modelo eléctrico de "competencia sin competencia" (el juicio ahora es mío) ha convencido a la autoridad energéticas de la necesidad de llevar adelante tímidas reformas en la dirección que se le apuntó extramuros de la mayoría parlamentaria.
Por lo demás, el sector acepta que alguna modificación habrá que acometer en el desarrollo de la ley para que los resultados tengan algún viso de lo que se entiende por mercado. Pero, a su vez, desde las empresas se transmite la idea de que una consideración renovada de la Ley 54/97 debiera de vincularse a "compensaciones" a las compañías (de las que procede en este caso el término entrecomillado).
Toda esta polémica que se avecina tiene su origen en los Costes de Transición a la Competencia (CTC). Se trata de una cifra de dos billones de pesetas en torno a la cual ya se han conocido las apetencias de las eléctricas, que hablan de ella como si se tratase de unos derechos que la ley les reconoció. Sin embargo, las cosas no son así. Piqué no puede olvidar que el Congreso no reconoció derecho alguno a los beneficiarios de los CTC; lo que constató, simplemente, fue la existencia de unos costes de transición al régimen de mercado competitivo. De ahí que se estableciera una cifra máxima a percibir por el sector (muy superior a los cálculos más ajustados, por cierto) y se otorgase al Gobierno la posibilidad de reducirla en función de la evolución del negocio de la generación.
Es meridianamente claro, por tanto, que no es lo mismo el reconocimiento de un derecho que la concesión graciable del mismo sometida a las condiciones de cada momento. La distinción, a los efectos que me ocupan, no es baladí. Y no lo es porque sobre la base de un hipotético e inadmisible incumplimiento de las decisiones tomadas en el Congreso de los Diputados, las compañías han echado a rodar la idea de la titulización de los CTCs. Expresado en otros términos (una titulización no es sino la cesión de derechos al mercado financiero), lo que las empresas pretenden es obtener hoy los recursos que de modo incierto van a ingresar en la próxima década.
Pero esa posibilidad que acaricia el sector es inadmisible por dos motivos. Uno lo reitero: a las empresas no se les ha reconocido derecho alguno conforme a la decisión del Parlamento; otro porque, de llevar a cabo la titulización de los CTC, se establecería una barrera de entrada al sector de tal altura que sería insalvable para nuevos competidores.
Por si fuera poco, la propia existencia de los CTC está sometida en estos momentos al ojo escudriñador de Van Miert, que determinará si esas ayudas se ajustan a la normativa europea de la competencia. Ello, añade, es obvio, mayores dosis de incertidumbre a la pretensión liberalizadora. En conclusión, el juicio sobre una política liberalizadora concreta, si quiere huir de la arbitrariedad y el subjetivismo, debe fundarse en indicadores objetivos. Por tanto, al margen de las tarifas, que debieran reducirse a mayor ritmo sin que las cuentas de resultados de las empresas se precipitaran al vacío, hay otro puñado de indicadores que son susceptibles de utilización para dilucidar entre el éxito o el fracaso del nuevo marco regulatorio. Entre ellos se cuentan el grado de participación en el mercado de consumidores cualificados, la incorporación al negocio de nuevos agentes, la creación de entidades comercializadoras en sus diversas modalidades, el incremento de los intercambios con agentes externos y, por no citar muchos más, el desarrollo del mercado de derivados eléctricos. Pues bien, ninguno de ellos es hoy reconocible en el remedo de mercado eléctrico español.
En suma, la transformación regulatoria del mercado eléctrico de la que Piqué es responsable no es, ciertamente, más que pura cosmética y ruido publicitario. Así que, por más que reiteradamente el mercado y la competencia se utilicen como jaculatorias en el discurso político, los hechos son los hechos.
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