Ni enemigos ni aliados
Rusia intenta regenerarse como superpotencia desafiando, sin fuerza, la hegemonía estadounidense
Estados Unidos emergió de la guerra fría y, sobre todo, del colapso de la Unión Soviética, como la indiscutible superpotencia única, pero ése es un trago difícil de tragar en una Rusia que todavía quiere, y merece ser tratada con respeto o, al menos, con temor, aunque sólo sea por el hecho de que tiene 10.000 cabezas nucleares. La historia reciente de las relaciones entre estos dos colosos, cuyo enfrentamiento, en escenarios fríos y calientes, marcó la segunda mitad del siglo, es la de la búsqueda de una amistad imposible por la persistencia de recelos difíciles de borrar. Ni enemigos ni aliados. Así se resume el actual estado de cosas, y no es previsible que a medio plazo cambie.Hubo una época, con Borís Yeltsin en el Kremlin, y con George Bush y luego Bill Clinton en la Casa Blanca, en que esa difícil amistad pareció cuando menos posible. Con Andréi Kózirev como ministro de Exteriores, Rusia y EE UU alcanzaron un grado de cooperación que, por ejemplo, les llevó a firmar en enero de 1993 el tratado START II de limitación de armas nucleares estratégicas, que preveía la eliminación antes del año 2003 de dos tercios de los arsenales. Un compromiso que el Parlamento ruso sigue negándose a ratificar.
Bush estaba a punto de abandonar la presidencia, y Clinton, que le sucedió, profundizó aún más en la vía de la cooperación. Desde entonces, los dos jefes de Estado se han reunido en 15 cumbres formales o informales y se han hecho amigos, o al menos eso dicen. Entre 1993 y 1995, Kózirev se convirtió en el rostro amable de la diplomacia rusa, capaz de despejar los viejos temores al oso que viene del frío.
Estados Unidos, y con él todo Occidente, convirtieron a Yeltsin en su hombre, la baza a la que fiaban la estabilidad de Rusia y su conversión en una sociedad capitalista de mercado que no supusiera una amenaza. La apuesta se plasmó en apoyo económico y político, especialmente visible después de que el líder del Kremlin ordenase bombardear en octubre de 1993 la Casa Blanca (rusa, por supuesto), entonces sede del Parlamento (hoy, restaurada, lo es del Gobierno).
Cuanto más popular era Kózirev en el extranjero, más aumentaba el número de sus enemigos en Rusia. La nueva Duma (Cámara baja del Parlamento), elegida en diciembre de 1993, estaba dominada por nacionalistas y comunistas, como ocurrió (cambiando simplemente el orden) con la que surgió de las urnas dos años más tarde. Y la Cámara, pese a la fuerte limitación de sus poderes impuesta por la Constitución que Yeltsin se hizo a su medida, se convirtió en caja de resonancia del descontento hacia la política exterior.
Nunca como entonces se habló tanto de que Rusia se había convertido en un protectorado de Estados Unidos, algo humillante para un pueblo acostumbrado a tratar de igual a igual a esta superpotencia desde el final de la II Guerra Mundial. La actitud de la clase política de Washington no hacía gran cosa para despejar esta impresión.
La oposición acusó a Yeltsin de no defender los intereses de Rusia, incluso de poner en venta el país. Y la población, que sufría (y no dejaría de hacerlo) las consecuencias de las duras recetas económicas impuestas en buena medida desde Washington, se hizo depositaria de este descontento. Metido de lleno en la desastrosa aventura de Chechenia, y habituado a cargar en espaldas ajenas los errores propios, Yeltsin eliminó a Kózirev, fustigado por la práctica totalidad del espectro político. Con su sustituto, Yevgueni Primakov, ex jefe del servicio de espionaje, arabista y mediador (sin éxito) para intentar impedir la guerra del Golfo, se produjo un cambio de rumbo que se ha traducido en una mayor independencia de la política exterior que, si no supone una oposición clara a Estados Unidos, sí mantiene al menos la ilusión de que el mundo tiene más de un foco de poder.
La multipolaridad es ahora la marca de la casa de la diplomacia rusa. A su servicio, Yeltsin ha creado una troika, con el francés Jacques Chirac y el germano Helmut Kohl, que prevé cumbres periódicas. También se ha trabajado a fondo el polo asiático. Sus frecuentes reuniones con el presidente chino, Jiang Zemin, han logrado que por fin se delimite la frontera oriental con China; y las mantenidas con el primer ministro nipón, Ryutaro Hashimoto (ya alejado del poder), han acercado la posibilidad de que, pese al contencioso de las Kuriles, se firme un tratado de paz con Japón. En todos estos casos, la cooperación económica ha servido de base para el fortalecimiento de los lazos políticos.
La relación, sin embargo, no es tan cálida con EE UU. Con Primakov, se intenta "marcar un territorio propio fuera de la órbita norteamericana, aunque muy lejos de la hostilidad de la guerra fría", señala Gueorgui Arbátov, director honorario del Instituto de Estudios de EE UU y Canadá. Esta actitud se manifiesta tanto en la oposición a un ataque militar contra Irak o Serbia, como en la condena de los bombardeos contra Sudán o Afganistán, el rechazo de las presiones para dejar de construir una central nuclear en Irán o la venta de misiles a Chipre.
Según asegura en un artículo publicado en The Wall Street Journal, Roger Robinson, que formó parte del Consejo de Seguridad Nacional de Reagan, "bajo la dirección de Primakov, Moscú ha lanzado iniciativa tras iniciativa para fomentar la inestabilidad geopolítica y amenazar los intereses de seguridad norteamericanos y occidentales". Y cita como ejemplos de esta doctrina el "esfuerzo concertado para desestabilizar la rica región petrolera del mar Caspio" o el "intercambio a gran escala de tecnología estratégica y de espionaje con China". Ésta es la visión de los halcones de Washington pero, con algunos matices, no se aleja mucho de la que existe en la Casa Blanca. Desde Moscú, sin embargo, se ve como un intento de proteger los intereses nacionales, y no sólo defensivos o de influencia, sino fundamentalmente económicos. En Irak, Irán, China, Libia, Cuba o Azerbaiyán, por poner tan sólo algunos ejemplos, hay grandes posibilidades de hacer negocio, precisamente en sectores -como el militar, el nuclear pacífico o las obras públicas- en los que la degradada máquina productiva rusa conserva aún buena parte de su viejo potencial.
Pero Primakov no es el agente de una política suicida. Sabe, como Yeltsin, que la época del enfrentamiento ha pasado, y que Rusia no puede salir adelante sin la ayuda de Estados Unidos y de las instituciones financieras internacionales en las que tiene una influencia decisiva, como el FMI y el Banco Mundial. Por eso no han permitido nunca que estas diferencias de opinión degeneren en crisis abiertas, ni siquiera diplomáticas.
Rusia suscribió en mayo del año pasado un acuerdo de asociación con la OTAN que no sólo deja bien claro que la Alianza no es ya un enemigo, sino que incluso abre buenas perspectivas a la cooperación. Lo que no quita para que haya un rechazo enérgico, aunque no muy eficaz, a una expansión hacia países que no hace mucho estaban bajo su órbita.
La aceptación en la Alianza de Hungría, Polonia y la República Checa ha sido asumida con resignación. La línea de resistencia está ahora en las tres repúblicas bálticas ex soviéticas. Si se rompe, sería el turno de Ucrania. Ahí sería más probable que se hiciese algo más que gritar ¡basta!
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