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Tribuna
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Miedo al pánico

Joaquín Estefanía

"A la luz del colapso súbito de los negocios, de los precios de los artículos de consumo y de las importaciones a finales de 1929, es difícil mantener que la Bolsa fue un fenómeno superficial, una señal o un resultado, en vez de formar parte del mecanismo deflacionista" (Charles P. Kindleberger).Poco antes de la caída del muro de Berlín, el Centro Olin para el Estudio de la Teoría y la Práctica de la Democracia de la Universidad de Chicago, uno de los think-tanks norteamericanos más influyentes, invitó a un funcionario desconocido del Departamento de Estado a dar una conferencia: se llamaba Francis Fukuyama y proclamó en la misma la victoria de Occidente y de los valores neoliberales en la guerra fría. Inmediatamente, su conferencia se reprodujo en forma de artículo en la revista The National Interest, cuyo director, Irving Kristol, invitó a varios intelectuales (entre ellos a Samuel Huntington, director del Instituto Olin de Estudios Estratégicos de Harvard, y a Allan Bloom, director del Centro Olin de Chicago), a comentar, junto a él mismo, el texto de Fukuyama. El debate, lanzado primero en circuitos minoritarios, llegó pronto a las páginas de The New York Times, The Washington Post, Time y a la prensa internacional. Pronto, todo el mundo había oído hablar de Fukuyama, ese lector de Hegel y Kojeve, y El fin de la historia, en forma de libro, se convirtió en un éxito de ventas en varios idiomas.

La tesis de Fukuyama era que, a lo largo del tiempo, la lógica económica de la ciencia moderna y distintos factores geopolíticos llevaban ineluctablemente al derrumbe final de las tiranías, tanto de derechas como de izquierdas; estas fuerzas empujaban incluso a sociedades políticamente diversas hacia la creación de democracias capitalistas liberales como último eslabón del proceso histórico.

En los últimos meses se ha podido advertir en los círculos políticos dominantes norteamericanos y europeos una especie de analogía económica del fin de la historia de Fukuyama. Según estas teorías, los problemas económicos estaban en vías de solución, en el contexto de la globalización; de Washington a Moscú, de São Paulo a Tokio, de Madrid a Londres, por diferentes que fuesen las culturas, en todas partes se aplicaban los mismos mandamientos de lo que Jean Paul Fitoussi ha denominado la ideología del mundo: estabilidad de precios, equilibrio presupuestario, libertad absoluta de los capitales, privatizaciones, competitividad descargada de la ganga de lo social, desregulación, etcétera. Pareciera que, aplicando estas recetas, hasta los ciclos económicos podrían desaparecer y entrar el planeta en una larga etapa de crecimiento sostenido. La mundialización del discurso se derivaba de la mundialización de los mercados; cada país, al afrontar genéricamente la misma realidad, está sometido a las mismas coacciones y a las mismas exigencias: las de adaptarse a los mercados mundiales.

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En este discurso metódico se obviaban algunos de los riesgos -conocidos, pero menos explicados- de la globalización. En primer lugar, el extraordinario incremento de las desigualdades y el hecho de que 4.000 millones de personas vivan con una renta per cápita anual inferior a los 1.500 dólares, lo que plantea el reparto de los beneficios a escala planetaria. A continuación, las regulaciones necesarias para que una crisis regional no devenga de forma irremediable en una catástrofe mundial; es decir, que la capacidad de arrastre se aplique tan sólo en las coyunturas favorables. Por último, cómo evitar que la competitividad se nivele en el listón más bajo en aspectos como la degradación del medio ambiente, el dumping social, los flujos migratorios, etcétera.

De repente, el ambiente de euforia económica de los últimos meses se ha hecho denso: hay nubarrones no previstos por los hechiceros de la tribu. Todo empezó del modo aparentemente más anecdótico: el 2 de julio de 1997 se devaluaba el bath tailandés y contagiaba, como la gripe, al resto de las monedas de la zona. Desde entonces, un vals de monedas se ha extendido por el mundo y ha afectado a la estabilidad financiera de casi todo el planeta: las tres crisis asiáticas -la que vincula a los antiguos tigres, tan alabados por los neoliberales que ahora se ocultan de sus hagiografías como de la peste; la de Japón y la de China-; la contaminación sobre América Latina, y desde hace poco más de una semana, la quiebra de Rusia, que, como ha definido alguien para explicarla en toda su magnitud, es "como Indonesia pero con misiles nucleares".

La resaca sicológica se sustenta en la depresión asiática, la ralentización de las economías anglosajonas y la caída libre de los mercados financieros internacionales de los últimos tiempos, a lo que hay que añadir un factor político importante: la crisis de liderazgo en dos de los países más afectados (Japón y Rusia) y en los dos países con mayor capacidad para hacer frente a lo que se viene encima: Estados Unidos, con un Clinton tocado seriamente por sus asuntos personales, y Alemania, en plena campaña electoral. La gran pregunta es si lo que ha estallado en el resto del mundo (exceptuada África, que sigue siendo la gran protagonista de la globalización mutilada) va a trasladarse a Estados Unidos y Europa, hasta ahora relativamente inmunes a la infección. El sentido común dice que es casi imposible que no sea así, pero las circunstancias económicas son muy distintas. En la Unión Europea se viven con comodidad los primeros pasos del euro, con más fortaleza que el yen, el yuan o el rublo, y que se está convirtiendo en moneda refugio; desde el inicio de la crisis asiática, los capitales han desertado precipitadamente de los países con riesgos -los mercados emergentes- hacia las monedas o zonas más seguras política o financieramente; es lo que se denomina fuga hacia la calidad; además, la UE se ha beneficiado de la caída de los precios de las materias primas.

Después de muchos años de estanflación, Europa se beneficia de una macroeconomía más o menos sana, con un retorno de la confianza empresarial, el incremento del consumo y de la inversión y el reflujo del desempleo. La hipérbole del España va bien se debe aplicar con más generosidad al conjunto europeo. Europa puede beneficiarse de esta dinámica regional favorable, como lo ha hecho Estados Unidos desde principios de la década. Pero es peliagudo que se aísle de asuntos como la suspensión de pagos rusa (que pondrá a muchos bancos en compromiso), de las dificultades de los conglomerados asiáticos que actúan en el Viejo Continente, de la competencia empresarial de los países que han devaluado sus monedas o, en el caso de nuestro país, de las aflicciones latinoamericanas.

La obsesión de los principales países occidentales exigiendo a Rusia o Japón que apliquen las reformas estructurales pendientes a sus economías, demuestra la ineficacia de las organizaciones reguladoras de la economía mundial. El papel del Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial en los episodios de los últimos meses indica que no sólo se devalúan las monedas, sino las institucio-

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nes. Los organismos multilaterales de Bretton Woods, en su actual configuración, no sirven ya para atajar las consecuencias más negativas de la globalización, aunque sólo sea porque no disponen de dinero para asistir a las naciones más desequilibradas (los republicanos norteamericanos, aislacionistas, siguen poniendo pegas para fortalecer las finanzas del Fondo). En buena parte, lo que alimenta el pánico de los mercados es la certeza de que si otro país entra en dificultades, o la misma Rusia las agrava aún más (el ex primer ministro Kiriyenko declaró poco antes de ser destituido: "Lo peor está por llegar"), será imposible que el FMI acuda en su socorro: no dispone de fondos.

El agosto negro de 1998 o las crisis asiáticas de un año antes manifiestan con nitidez la debilidad de las estructuras económicas; si la economía se ha mundializado, sus modos de regulación no lo han hecho. No hay una verdadera coordinación internacional de las economías: hay una economía mundial, un discurso económico mundial, pero no un Gobierno económico de todos. Seguramente es el momento de recuperar la idea del anterior presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, que propuso la creación de un Consejo de Seguridad Económica, cuyo objeto social sería asegurar la paz y la estabilidad en la economía del planeta. Otras iniciativas, también europeas, piden la convocatoria de una cumbre sobre la globalización, que abra las vías a medidas de largo plazo que anticipen e impidan las crisis por venir; la cumbre del G-8 (los siete países más ricos del mundo, más Rusia) debería programar tal encuentro, cuidadosamente preparado, para regular ese maelstrom del comercio, las inversiones y los cambios tecnológicos que es la globalización económica, que puede construir en un día una economía, y destruirla con la misma rapidez (¿recuerdan México?).

Vivimos un contexto económico en el que las cosas son muy diferentes del pasado; en Estados Unidos, la mitad de las familias norteamericanas invierte hoy en Bolsa, mientras que antes del crash de 1987 lo hacía sólo la cuarta parte, y únicamente un 3% de las mismas antes de la crisis de 1929. En nuestros mercados de valores, las acciones están muy sobrevaloradas en medio de un clima cada vez más deflacionario: otra aparente antinomia. En sus Tesis sobre Feuerbach, Marx apela a la necesidad de cambiar el mundo, frente a la labor de los filósofos que simplemente se dedican a interpretarlo. Hoy la hermenéutica no tiene nada de simple. Urge hacer de nuevo una labor de interpretación de las gigantescas transformaciones en el seno del capitalismo para saber cómo actuar sobre las mismas. Volver a pensar sobre lo que acontece y revisar lo que nos han dictado como seguro. Para no tener miedo al pánico.

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