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Turismo macabro

Salta a la vista que los turistas culturalmente más inquietos no saben qué hacer en la capital de Terra Mítica, una vez han escalado el Miguelete y explorado el salón columnario de la Lonja, operaciones que en conjunto apenas les ocupan más de dos horas. Aburridos en una ciudad que cuenta con un patrimonio histórico considerable pero que no sabe conservarlo ni difundirlo, vagabundean por las calles con una perpetua expresión de extrañeza. En ocasiones me llaman, recomendados por algún amigo común, y me piden que les sirva de guía. O son los amigos quienes me telefonean: -Oye, tenemos en casa a unos daneses. Hemos pensado que tú, que conoces tan bien la ciudad, podrías... Al final acabo mostrando a los ávidos turistas mis dos o tres hitos personales: el caimán disecado del Patriarca, una mosca pintada en un trípico del Bosco y una casa angostas de la plaza de Lope de Vega, donde se dice que vivió el prolífico dramaturgo y que, según leí una vez, tiene la fachada más estrecha de Europa. Me gusta mucho imaginar al ilustre Lope subiendo por la escalera de caracol con los hombros encogidos, y escribiendo y haciendo el amor en un cubículo de un metro cuadrado. -Ahora sí pueden decir que han visto Valencia. -¿No hay nada más? - No. Cuando yo era pequeño había también un castillo con una torre muy graciosa, el castillo de Ripalda, pero lo derribaron para hacer un bloque de viviendas. No me creen, claro está. Les parece imposible que en una ciudad tan grande no haya más cosas dignas de verse. Intento explicarles que, aunque contiene pocas atracciones indiscutibles, Valencia propicia los descubrimientos particulares. Pero para eso hace falta paciencia, y no todos la tienen. Ni siquiera el Almudín, privado de sus magníficos fósiles, es lo que era. Ni la Plaza Redonda, desde que los puestos se hicieron fijos. Pero este año, y a semejanza de esas agencias turísticas de París, que muestran el itinerario seguido por Diana de Gales desde el hotel Ritz hasta el hospital donde murió, y de esos taxistas del Ulster especializados en la exhibición de los lugares donde se cometieron los atentados más sangrientos, he ideado mi propia ruta macabra. Pasamos por la plaza del Mercado, por ejemplo, y dejo caer discretamente que allí se celebraban las ejecuciones públicas hasta que la reina María Cristina abolió el castigo de la horca. Como quien no quiere la cosa, comento que allí tuvo lugar el último auto de fe de la Inquisición, el del maestro Ripoll, y sazono la historia con un par de detalles espeluznantes. Entramos en la iglesia de Santa Catalina, tan mal conservada por cierto, y les explico que a los pies del altar fue asesinado a golpes de hoz Miguel Camacho, que se había refugiado allí para huir de los amotinados contra Espartero. Ni el nombre de uno ni el del otro pueden sonarles, pero el contraste de la atmósfera religiosa con el sangriento episodio les impresiona. En la plaza de la Virgen, mientras sorteamos bulliciosas palomas, les cuento que allí se ejecutaban las sentencias de muerte de los nobles. Les muestro el lugar donde estaba la picota y les resumo la ocurrente hazaña de Pedro el Ceremonioso, que ante la puerta de los Apóstoles hizo beber el metal fundido de una campana a los unionistas sublevados. En la plaza Tetúan les indico el lugar aproximado donde la plebe, término desdeñoso pero inevitable, descabalgó al barón de Albalat y clavó su cabeza en una pica. Junto al viejo cauce les hablo de la Ciudadela, y de los doscientos franceses que fueron degollados en 1808, explicación que causa mucho más efecto cuando los turistas en cuestión también son franceses. -Y no acabó ahí la cosa -añado, muy serio-, porque al día siguiente acuchillaron a doscientos más en la plaza de Toros. Y así todo el tiempo. Si vamos a los Viveros, les digo que allí fue agarrotado el general Elío. Si pasamos por Gobernador Viejo, les cuento que la calle debe su nombre al gobernador Boïl, que vivió allí y fue asesinado al lado, en Trinquete de Caballeros. En la historia de Boïl me demoro algo más, porque es una de mis favoritas. Corría el año de 1407 y el gobernador requería a cierta dama cuyos favores le disputaba un linajudo magnate Juan Pertusa. Acostumbraba Boil a pasar cada noche ante la casa de su rival, rumbo a la de la dama. En cierta ocasión, Pertusa se ausentó de una partida de naipes que mantenía en sus aposentos con unos amigos, bajó a la calle, acometió al gobernador y lo dejó muerto en el acto. Entró en su casa y continuó jugando, sin dar señal de emoción alguna. La noticia cundió de inmediato, y el pueblo señalaba a Pertusa como autor del crimen, pero sin que pudiera demostrarse por falta de testigos, y porque sus amigos no concebían que hubiera cometido aquel acto en menos tiempo del que se tarda en orinar. Pero el rey Martín, que se hallaba en Valencia y que deseaba castigar el asesinato de su representante, se empeñó en que se le condenara a muerte, y firmó su sentencia. Luego hizo llamar al verdugo y le ordenó que, si en el último momento Pertusa seguía proclamando su inocencia, suspendiera el golpe. Pertusa se mantuvo en sus trece mientras lo conducían a la plaza de la Virgen. Pero al apoyar la cabeza en el tajo, y a la vista de lo desesperado de su situación, confesó que había bajado a la calle por una escalera excusada, para matar al gobernador. Dijo esto, y cayó el hacha. Al despedirse, los turistas que han seguido mi ruta insisten en que nunca olvidarán ciudad tan tétrica.

Vicente Muñoz Puelles es periodista

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