El 'zar' lucha por sobrevivir
Borís Yeltsin se fue de vacaciones entre insistentes rumores de que alguien podría aprovechar la oportunidad para echarle de la poltrona, incluso por procedimientos más allá de lo que permite la Constitución. Ha esquivado el peligro huyendo hacia adelante, aunque con un coste que puede resultar muy alto en términos de poder. La salida del Gobierno de Serguéi Kiriyenko, tras apenas cinco meses en el cargo, y el retorno de Víktor Chernomirdin, prácticamente lanzado como candidato a la sucesión, muestran los límites a la capacidad de maniobra del presidente ruso.Yeltsin no es ya el mismo que se subió a un tanque en agosto de 1991 para hacer frente al golpe comunista, ni el que ordenó bombardear el Parlamento rebelde (pero legal) en octubre de 1993, ni siquiera el que se enfangó en la penosa aventura chechena 15 meses después. Hace tiempo que sólo habla palabra a palabra, con desesperante lentitud. Sus vacíos de memoria y confusiones traen de cabeza a sus más próximos colaboradores.
El líder del Kremlin no es ya un gobernante con un dominio de los temas (Ronald Reagan no lo tuvo nunca) como el que pueden exhibir sus amigos Helmut Kohl, Jacques Chirac, Bill Clinton o el recientemente dimitido Ryutaro Hashimoto. Pero eso no le ha impedido desarrollar con ellos, y con el relativamente nuevo socio del club de los grandes Tony Blair, una relación privilegiada que se sostiene en el convencimiento de Occidente, ya no tan firme, de que no hay alternativa clara para dirigir el país más extenso del planeta sin generar una inestabilidad que pone los pelos de punta si se piensa en las 10.000 cabezas nucleares que aún siguen operativas tras el desplome de la Unión Soviética.
Yeltsin está débil y enfermo. Su vigor físico y mental está muy mermado, pero eso no le convierte todavía en un muerto viviente. Lleva demasiado tiempo ejerciendo como la principal (casi única) vara de medir el poder en Rusia, hasta el punto de que muchos probables candidatos a sucederle en el año 2000 prefieren no asomar demasiado la cabeza por temor a que Yeltsin se la cercene.
El presidente ha dicho en numerosas ocasiones que no será candidato a la reelección y que no desafiará los límites de una Constitución, hecha a su medida, que limita a dos el número de mandatos. Pero nadie acaba de creérselo del todo.
Ayer mismo, en su mensaje televisado, Yeltsin habló de Chernomirdin en unos términos que, más lejos del Polo Norte, sólo se podrían entender como un lanzamiento del antiguo (y nuevo) primer ministro como su candidato a la presidencia. Su apuesta por la "continuidad del poder en el año 2000" y su elogio de la "honradez y sentido de la responsabilidad" de Chernomirdin como factores decisivos en las elecciones así parecen indicarlo. Pero también es cierto que evitó decir dos cosas con absoluta claridad: que él mismo no será candidato y que pondrá todo el peso de su poder al servicio del primer ministro.
Yeltsin es un auténtico genio en cargar sobre las espaldas ajenas el peso de cualquier error sin asumir ninguna responsabilidad. Ningún ministro puede estar tranquilo en su puesto ni contar con periodos de gracia o márgenes de confianza para desarrollar su labor con un mínimo de autonomía. Cuando algún peso pesado del Gobierno comienza a sentirse seguro en una parcela de poder, por pequeña que sea, Yeltsin puede sorprenderle con una destitución fulminante que deja claro quién es el que manda. Anatoli Chubáis, actual representante del presidente para negociar con el FMI, el Banco Mundial y otros organismos internacionales, sabe muy bien lo que es un ascensor: hoy arriba, mañana abajo, pasado otra vez arriba...
A Serguéi Kiriyenko, que bien podría pasar a la historia de la transición rusa con el calificativo de El Efímero, le ha tocado sufrir en sus propias carnes el efecto de esta dura medicina. Convertido en jefe del Gobierno para pasmo general, incluido el propio, pese a su juventud (35 años) y su escasa experiencia (sólo cuatro meses como ministro), ha actuado con una seguridad admirable, sin cometer errores de bulto y sin que, objetivamente, se le pueda culpar del deterioro de la situación económica que culminó con la devaluación del rublo y que aún amenaza con males mayores. Con los mimbres que se encontró tampoco podía hacer milagros, sobre todo sin tener una base de poder propia, ajeno a la jungla moscovita, sin buenas relaciones con el Parlamento, dominado por la oposición comunista y nacionalista. Chernomirdin le dejó una herencia envenenada y Yeltsin le obligó a hacer el trabajo sucio, con la adopción de medidas extremadamente impopulares, para, al final, como siempre, convertirle en chivo expiatorio. Hace bien Kiriyenko en irse con la cabeza bien alta.
Pero el hombre del día es Chernomirdin. Un veterano integrante de la nomenklatura comunista, expatrón de Gazprom (la principal empresa del país), viejo zorro capaz de navegar entre las aguas turbulentas de la política rusa, interlocutor válido tanto en Estados Unidos como en la Duma o el Fondo Monetario Internacional, orador detestable para cualquier amante de la sintaxis, pragmático sin ideología conocida, reformista en el que hasta los inmovilistas encuentran alguna convergencia, y rival, nunca declarado, de los capitanes de la reforma más radical, como Anatoli Chubáis y Borís Nemtsov. Con él al frente del Gobierno no parecen peligrar los pactos con el FMI, aunque aún no se sepa cómo logrará cuadrar el círculo de, simultáneamente, contentar a la oposición de izquierdas o formar algo parecido a un Gabinete de coalición.
Chernomirdin se tragó con dignidad y sin descomponer la figura el sapo de su destitución fulminante hace cinco meses. Desde entonces ha esperado su oportunidad al frente del reformista Nuestra Casa es Rusia (considerado durante años el partido del Gobierno), se ha proclamado candidato presidencial y ha consolidado sus buenas relaciones con otros líderes políticos. Los mal pensados creen que lo que Yeltsin intenta evitar con esta arriesgada operación es que Chernomirdin haga con él lo que él mismo hizo con Gorbachov en 1991: darle la puntilla. Hoy, el influyente periódico Izvestia sale a la calle con este titular en su primera página: "Yeltsin entrega el poder". La opinión predominante es que, cuando menos, el presidente ha renunciado definitivamente a la reelección. Pero ésa, en todo caso, es la noticia de ayer, pero no, con toda seguridad, la de mañana. Es pronto para vender la piel de oso. Y ello a pesar de muchos aunques: aunque la base de poder del presidente se haya debilitado en los últimos meses, aunque tenga a la Duma furiosa por las humillaciones que le ha infligido, aunque se haya abierto un proceso parlamentario para destituirle, aunque los grandes magnates teman que sus intereses no se defiendan bien en el Kremlin, aunque haya síntomas de que se resquebraja la confianza de Occidente, aunque haya millones de trabajadores que reciben con escandaloso retraso sus salarios de miseria, aunque el Ejército esté descompuesto, aunque la producción esté estancada, aunque la corrupción esté generalizada, aunque la mafia campe por sus respetos, aunque el país esté endeudado hasta las cejas, aunque la Bolsa se arrastre por los suelos y aunque el rublo luche para evitar su hundimiento.
Yeltsin todavía no está vencido. Ahora juega en su terreno: el de la lucha por la supervivencia. El único, tal vez, en el que no le fallan los reflejos. Pese a todo, al menos teóricamente, todavía puede deshacerse de quien le haga sombra, incluso del propio Chernomirdin, con una simple firma. Aunque no le sería tan fácil como en marzo. Hay sensación de fin de reinado, y algún indicio de que en su círculo más íntimo ya no se piensa tanto en ganar otros cuatro años en el Kremlin como en abandonar la vieja fortaleza moscovita de muros rojos sin temor a que los enemigos, que son legión, pasen factura, incluso en los tribunales.
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