Ninguna eternidad como la mía
Viéndola bailar a solas, sin imaginarse que la mirarían, una tarde cualquiera entre las altas paredes del salón que albergaba sus clases, Madame Alice, la directora de la escuela, entendió que la índole de Isabel estaba cruzada por la fiebre de quienes viven el arte como una religión. Y no necesitó más para dejarla quedarse a trabajar en el intento de convertirse en profesional. No sería fácil, de cincuenta que ingresaban conseguían permanecer menos de siete. La danza es una disciplina de locos y de jóvenes, por eso Isabel parecía una promesa y cualquiera que la hubiera visto bailar aquella tarde hubiera estado de acuerdo con su maestra en que la vida valdrá la pena mientras haya en el mundo seres capaces de hacer magia cuando profesan una pasión.No estaban los tiempos como para empeñarse en bailar, aún ardían en el país las brasas de lo que fue su ardiente revolución, sin embargo Isabel bailaba ocho horas diarias y comía una vez al día. Se puso delgada como sardina y ojerosa como un mapache, le brincaron los pómulos y le crecieron los ojos, tenía el vientre plano como un remanso de agua y los pechos firmes y pequeños como duraznos. El cuello se le estiró junto con las piernas y sólo le quedaban los labios gruesos de su abuela materna y la mirada oscura de los Arango como prueba irrefutable de que aún era ella.
Resumen de lo publicado : Isabel Arango, quinta hija de un matrimonio de emigrantes asturianos, nació a principios de siglo en un puerto de la costa Atlántica mexicana
Muy pronto, descubre su pasión por la danza y, con 17 años, decide ir a estudiar a la ciudad de México. Nada más llegar de las tierras bajas que la vieron nacer siente reverencia por el Popocatépetl y la Ixtazíhuatl, los dos volcanes de la capital, impávidos, heroicos, inalcanzables. Se instala en la casa de huéspedes de Prudencia Migoya, suave y trabajadora, y da clases con madame Giron.
Así pasaron casi tres años. La ciudad se dejaba vivir y para Isabel fue fácil llenarse de amigos. No sólo entre sus compañeros de clases, que los tenía de todos tipos: mujeres elocuentes y una minoría de hombres extraordinarios a los que en un país de pistolas les había dado por bailar, sino entre los amigos de esos amigos, casi siempre periodistas, poetas o pintores, pero también uno que otro político y una que otra piruja.
Había en su curso dos muchachos que hacían pareja, y se amaban o peleaban con la misma fruición que marido y mujer. Cuando la cosa se ponía muy difícil uno de ellos dejaba las lecciones con tal de no mirar al otro. Si estaban a punto de una ruptura no iba ninguno de los dos. Isabel se hizo amiga del más joven, un muchacho con la boca suave de una mujer y la hermosa espalda de un hombre. Un muchacho de pies pequeños y piernas largas que cuando en los ensayos la tomaba en sus brazos para alzarla al cielo inalcanzable de las bailarinas, le contaba cómo sufría su corazón en vilo o cuál era la triste incertidumbre de sus finanzas. Al terminar los cursos normales seguían las pláticas en el tranvía que los llevaba hasta una clase de danza regional que no estaba en el programa de la escuela, pero que igual les parecía imprescindible. El muchacho se llamaba Pablo y era un lector desordenado que iba de Rubén Darío a Flaubert y de Jorge Cuesta al barón de Humbolt. Se reunía a tomar tragos con un grupo de hombres que le hubieran ganado la guerra de machos a Pancho Villa y que se emborrachaban con decisión y desafuero cuatro de cada siete días. Al principio porque sus ideas los obligaban a la tolerancia y después porque aprendieron a quererlo, ellos aceptaban a Pablito en su mesa y jamás hacían bromas sobre sus gustos de sexo y profesión. De vez en vez, hasta iban a verlo bailar cuando se presentaba en público. En una de esas noches, fue que Javier Corzas, poeta y telegrafista, descubrió la fiereza deslumbrante con que se movía Isabel Arango. Bailaba dentro de un grupo, pero él pensó que era ella quien perfumaba el aire por el que iban cruzando su precisa cintura, su espalda pequeña, sus brazos largos. En la segunda mitad del programa, Isabel bailó una coreografía para ella sola que había dependido de su propia inventiva. Era un tristísimo cantar mexicano que cuenta los pesares de una mujer borracha que debe dejar su pueblo y su amor, para irse a la ciudad siguiendo el destino de su patrón. Isabel empezó el canto moviéndose con la finura un poco rígida que impone el ballet clásico, subida en unos zapatos de puntas romas sobre las cuales giraba como una muñeca de cuerda, presa de una incipiente borrachera. Luego, mientras seguía bailando se desató los lazos que ataban sus zapatos a sus piernas y terminó por tirarlos lejos mientras el juego de su manos rompía la noche en dos y una luz le iluminaba el gesto haciéndola parecer un sortilegio. La borrachita desgarró su vestido y cayó al suelo donde su cuerpo se estremeció simulando la embriaguez más acongojada y armoniosa que hubieran visto los ojos de aquel público. Los últimos acordes la siguieron a perderse extendiendo los brazos desesperados hacia un horizonte de nada.
Javier Corzas se levantó antes que nadie y aplaudió arrebatado, seguro de que eso era lo más estremecedor y desafiante que alguien había bailado nunca. Tras él quienes llenaban el teatro demostraron estar de acuerdo con aquello que bien podía llamarse un desafuero y lo aplaudieron hasta que Isabel se bajó del escenario y corrió a buscar refugio entre los brazos de doña Prudencia, su gorda y maternal casera. De ahí la separó el llamado de Pablo, a quien Corzas le había exigido que lo llevara junto a ella.
-¿De qué cielo caíste, mujer endiablada? -dijo el poeta-. Bailas como una diosa.
Isabel lo escuchó decir mientras le recorría el cuerpo con los ojos críticos que hasta entonces usaba para mirar a los hombres cuando la elogiaban.
-¿Eres periodista o político? -le preguntó.
-Soy poeta y trabajo en telégrafos. Pero desde hoy me dedico a mirarte. Isabel sintió que hasta los volcanes estarían de acuerdo en que a ella le gustara aquel hombre. Tenía los ojos de desamparo y las manos largas y fuertes. Una sonrisa cínica y una voz de gitano. Semejante mezcla, lo presentía, era más peligrosa que pacífica, pero no quiso sino rendírsele.
-Te invito a cenar hoy o a comer mañana -dijo él como si ordenara.
-A comer mañana -contestó ella aplazando la fiesta para darse el tiempo de gozar esperándola.
Esa noche se fue a dormir con una borrachera de euforia tan irrefutable como la que había bailado. Era viernes. El sol del sábado la despertó hasta las once con el pelo revuelto y el espíritu reticente. Ya no le parecía tan buena la idea de irse a comer con un desconocido. Además, pensó, ese hombre en la cara lleva escrito el "yo gano siempre y cuando pierdo arrebato".
-No seas miedosa. Siempre es mejor el riesgo que el tedio -le dijo doña Prudencia mientras la acompañaba a sorber su café.
-¿Me lo aconsejas con tu nombre en la lengua? -preguntó Isabel.
-Con todito mi nombre y mis presentimientos, que a veces valen más.
Isabel le dio un beso y volvió a meterse en la cama. No conocía otro modo de exorcizar el mal humor de la mañana, sino repetir el final de la noche y rogar porque el siguiente amanecer fuera con el pie derecho.
Tuvo suerte. Despertó a la una y media recordando sólo el buen gusto del éxito y dispuesta a olvidarse del terror que tal éxito provocaba en el centro mismo de sus entrañas. Ella estaba enseñada a trabajar en silencio, a bailar porque sí, por el placer de hacerlo. El asunto de los aplausos, sobre todo esta vez que habían sido sólo para ella, le daba más desazón que dicha.
Se metió en un clásico vestido de talle largo y falda corta, y buscó los zapatos con los que parecía andar de puntas. Doña Prudencia la revisó al cruzar la sala y silbó para sus adentros.
-Que la vida te guarde esa melena y esos hombros -le dijo. Luego la acompañó hasta la puerta.
Mañana, tercer capítulo
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