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Tribuna
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El respetable

A los toros en Bilbao se va para mirar y ser mirado, pedir agua milagrosa a los prestos repartidores, confundirse al embocar la puerta y dar vueltas al ruedo (por fuera, nerviosamente) hasta encontrar el acceso adecuado. A los toros, entre otras cosas, se va a pasar calor. No hay lugar donde el binomio sol y sombra sea más importante: se refleja en el precio del espectáculo, cosa inexplicable en cualquier otro. Quien no tiene una entrada de los toros no es nadie en la ciudad. Y la ciudad, que se lo sabe, pone a sus más altos prebostes a regalar localidades a esos otros prebostes que durante el año se han hecho acreedores del obsequio. Las entradas de los toros han estado circulando durante estas últimas semanas como preciosísimos títulos-valores, implícitos reconocimientos a un favor o a una amistad. Las entradas de los toros se han movido por los bancos, las cajas de ahorro, las compañías eléctricas, las gerencias de las más altas empresas, las concejalías del Ayuntamiento y los despachos de la Diputación Foral. Por fin llega el momento de lucirlas. Lucir las entradas supone al final lucir en barrera ese bronceado arduamente aquilatado por cuarentonas de buen ver (Son las mejores: siempre prefieren mostrar los elevados atributos. El muslo parece privativo de las adolescentes). También es una nueva oportunidad para la vestimenta deportiva de los antaño ejecutivos gris marengo. En el tendido florecen los rólex, los brillantes, los abanicos, las rodillas, los nikis de Lacoste. Vivir la Semana Grande en los toros no es asunto de ricos o de pobres: pero de los ausentes puede decirse que son unos estrictos desclasados. No es que vayan los mejores. Lo que está claro es que tampoco va cualquiera. En Bilbao el toro es ganado sometido a cierta costumbre centenaria, pero uno siempre tiene la impresión de que lo mejor no ocurre sobre la arena: la fauna de la plaza es variopinta, más curiosa de lo que prevé la zoología. La ciudad ha sido taurina, predican los castizos. Y quizás tengan razón. Uno vive en otro planeta. Uno ya ha hecho su trabajo de campo un par de veces y analizado el ejercicio general de observación que se produce en Vista Alegre. "Mira quién está allí", dicen unos y otros, dice incluso uno mismo. A lo mejor hasta se hacen otras listas, las que relacionan a aquellos que no están. Aparte de esto, en el ruedo se desarrolla el extraño espectáculo. Al indocto periodista sólo han llegado los dolorosos bramidos de la bestia y el violento surtidor de sangre que explosiona tras la pica. Tanta carne dolorida contrasta perversamente con la otra carne, toda esa carne avariciosa, expuesta al sol, que quizás se estremece gozosamente mientras el animal agoniza. Doctores tendrá el Arte para dar cuenta de la faena que ofrecen los espadas cada día. De todos modos, es más arriba donde se cuece lo importante, donde la pirámide social sigue desarrollando su juego de vanidad explícita y banal. En ellas hay asistentes que no han caído en la cuenta de las habilidades del maestro. "Tendríamos que venir más a menudo", repiten los neófitos. "Por cierto, ¿quién toreaba?".

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