Trabajo infantil
LA CONTRATACIÓN de trabajadores temporeros de origen portugués para realizar las tareas de recolección del tomate en Badajoz ha reabierto el debate sobre la realidad muchas veces silenciada del trabajo infantil. Se estima que más de 250.000 menores de 16 años trabajan ilegalmente en España. En la mayoría de los casos se trata de niños cuyas familias viven al borde de la marginalidad, sin ingresos estables y en viviendas precarias o que, como los temporeros contratados en Badajoz, recorren media España a razón de 60 pesetas por cada caja de tomates que depositan en un tractor. ¿Cuántas cajas hay que llenar para comer, y no sólo un día, sino el siguiente y todo el año? Tratar el trabajo infantil como un problema, aislado, fruto de la irresponsabilidad de unos padres o unos patronos desalmados, al margen del contexto y de las causas que la provocan, es tener una visión reduccionista del problema. Porque hablar de trabajo infantil es, sobre todo, hablar de pobreza, de exclusión social, y como apuntan las organizaciones humanitarias, sólo se podrá erradicar el trabajo infantil luchando contra la pobreza de sus familias. Porque si conseguimos que los niños no trabajen, pero luego no conseguimos que vayan a la escuela y coman caliente y tengan un entorno adecuado, poco habremos conseguido. En países como España, con una legislación que impide el trabajo remunerado por debajo de los 16 años y un Estado de bienestar suficientemente desarrollado, el problema no debiera existir. Y si existe es porque ni la ley se aplica ni los mecanismos de atención social funcionan correctamente.
El problema es mucho más complicado en los países subdesarrollados. En ellos habría que distinguir entre trabajo infantil y explotación infantil. Algunas ONG ya han advertido que el problema de los niños de los países pobres no debe ser abordado con mentalidad de país rico. Que la presión internacional puede hacer que alguna firma famosa deje de contratar menores, pero quedarse sólo en eso no resuelve el problema porque los niños que han perdido ese trabajo siguen teniendo hambre y entonces pueden acabar en la prostitución. O vendiendo un riñón. En la Conferencia Internacional de Oslo de octubre del año pasado se propuso la llamada iniciativa 20/20 de las Naciones Unidas: consagrar el 20% de la ayuda al desarrollo a los países más pobres y que los gobiernos receptores dediquen el 20% a programas de educación y atención social. Ese es el camino.
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