El cine como contagio
Hace tiempo, pongamos que antes de la postmodernidad, el mal cinéfilo contagiaba a ciertas películas de una extraña urgencia, una compulsiva necesidad de decir que no siempre debía confundirse con la capacidad artística de sus responsables para hacerlo bien, y que a muchos, a quien esto firma, sin ir más lejos, le producían en ocasiones irritación, en otra fascinación, aunque a veces luego cayera violentamente tras una segunda visión: ahí está ese monumento a la vacuidad que es Lo importante es amar de Andrzej Zulawski, que mi generación amó sin encomendarse a Dios ni al Diablo. Ese sentimiento es hoy raro. Los que siguien siendo reconocidos por cinéfilos, Tarantino pongamos por caso, ya han bebido de fuentes diferentes, más espúreas se si quiere: cine sobre el cine sobre el cine, u eso casi siempre huele a impostura. De ahí que cuando uno se pone frente a una película tan deslabazada pero al tiempo tan ferozmente personal como es Agujetas, hecha como se hacían aquellas películas cinéfilas de otrora, sin el menor cálculo comercial, con las tripas, el primer sentimiento que se despierta es la simpatía: Fernando Merinero parece ser un sobreviviente de esa extraña raza de los cinéfilos de antaño, que hacían películas sobre lo que vivían, es decir, el cine, y sus circunstancias., y lo hacían, uno sospechaba, porque de lo contrario sólo les quedaba el suicidio.
"Agujetas en el alma," de Fernando Merinero
Agujetas en el alma Dirección y guión: Fernando Merinero. Fotografía: Teo Delgado y Arnaldo Catinari. Música: Héctor Agüero. Intérpretes: Martxelo Rubio, Myriam Mézières, Bruno Buzzi, Joan Potau, Nathalie Seseña, Carme Elías, Mapi Galán. Estreno en Madrid: Ideal.
Por eso Agujetas habla de lo que habla: de la fascinación de la imagen, de la inseguridad, las vacilaciones de un joven director de cine (Martxelo Rubio, que tanto ha aprendido frente a una cámara; sobre todo a mirar) a punto de empezar una película; de la admiración que le despierta una atriz, Myriam Mézières, a la que sueña con ver protagonizar su película. Es cierto: el filme cae en derivas un tanto abstrusas, hace demasida carne de su propio proceso de construcción; en ocasiones pide a gritos una mayor definición de los personajes, otras irrita por torpezas corregibles.
Pero, por encima de todo, se eleva un sentimiento contrastado y rico, de profundo respeto por el delirio de un director que nos habla a calzón quitado de lo que le tortura. Pero cuidado, hay también otras cosas. Porque lo que Merinero logra en ocasiones, sobre todo cuando Mézières se apodera, viola, desgarra el encuadre y lo hace suyo, es una emoción, una profunda admiración porque lo que el cineasta ha logrado sacar de ella (y de Seseña, y de Elías, espléndida) es vida en estado puro: algo tan distinto del cine por el cine, tan de otro tiempo: tan admirable porque proviene, al fin y al cabo, de un verdadero cineasta; y esos, por desgracia, no abundan.
Babelia
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