El ritmo, latido de las artes
En su nuevo y revelador libro, Threads of Time (Hilos del tiempo, editorial Counterpoint), Peter Brook confiesa que el conflicto básico de su vida ha sido el de decidir "cuándo aferrarse a una convicción y cuándo darse cuenta de hasta dónde llega y abandonarla". Esto no quiere dar a entender que sea indeciso, sino que considera la vida -y su vida en el teatro- como una serie de desafíos. Se han omitido intencionadamente en el libro todo tipo de "indiscreciones, complacencias, excesos". Su objetivo, afirma, es el de tejer juntos los hilos de su desarrollo, las raíces -y los intrincados caminos- de su vida creativa. El libro es menos un libro de memorias que una mirada introspectiva a la trayectoria interior de un artista. Como sería de esperar en alguien que es en parte farsante, en parte comediante, Brook escoge con mucho acierto las imágenes y las escenas, centrándose en aquellos momentos y aquellas personas que fueron más relevantes. Al principio, estaba su padre, al que adoraba: un intelectual (y fabricante de fármacos) que emigró a Inglaterra desde Letonia. El apellido familiar era Bryk en ruso, Brouch en francés y Brook tras pasar por el control de pasaportes británico. Su padre era un perfeccionista, su madre, una mujer "hipersensible, infeliz, artística".
Una infancia marcada aparentemente por la total ausencia de preocupaciones les llevó a creer a él y a su hermano que "la vida era un cuerno de la abundancia, y nuestra casa una tierra de tranquilidad... una falacia peligrosa, aunque nos ayudara a sentar las bases de una seguridad interior para la vida que nos tocaría vivir más adelante".
Su padre le animó a que se dedicara a la abogacía, pero le dio libertad para escoger su propio rumbo. Pensó en hacerse diplomático, corresponsal internacional o agente secreto. A través de la magia del teatro, logró combinar aspectos de esas tres profesiones. Ya que explora a menudo ambientes extraños, Brook es, tal y como se describe a sí mismo, un destilador que encuentra la esencia de un experimento y se la transmite al público. Siendo estudiante, prestó mucha atención a su profesor de música cuando le dijo que el ritmo era el elemento común a todas las artes. Esa frase, afirma, "me hizo ser consciente de que el movimiento de los ojos al mirar un cuadro o al contemplar las bóvedas y arcos de una gran catedral, guarda relación con los saltos y vueltas que da un bailarín, y con el latido de la música".
En un pasaje crucial, habla de su primer teatro de títeres y de cómo descubrió el engañoso mundo de la imaginación, en el que "resulta a menudo difícil distinguir la realidad de las apariencias, y en el que ambas proyectan sombras". Tuvo que aprender que "lo que llamamos vivir consiste en intentar leer esas sombras, siendo engañados cada vez por lo que tan fácilmente damos por sentado como real".
Leyendo esas sombras, llegó a Oxford e hizo una película, enfrentándose a un decano que era "enemigo feroz del cine, del teatro y de otras actividades decadentes". Fue expulsado por no pagar una sanción universitaria, y, para que lo readmitieran, tuvo que prometer que no volvería a trabajar en películas o en el teatro, promesa ésta que rompió inmediatamente. Y una decepción: su carrera cinematográfica no ha igualado su carrera teatral.
En la actualidad, el teatro londinense cuenta con muchos directores prodigio (Sam Mendes, Katie Mitchell, Matthew Warchus, entre otros), pero en los años cuarenta resultaba "inaudito que un director fuera tan joven". Antes de cumplir los veinte, Brook ya estaba dirigiendo en Londres, y a los 22 era director de producciones en el Covent Garden, periodo éste en el que decidió que los cantantes de ópera eran unos pésimos actores.
Añade, a propósito del público: "Inexplicablemente, a los amantes de la ópera no les molesta lo feo, sino lo que se sale de lo común", un sentimiento del que podría hacerse eco Robert Wilson. En una producción de Salomé de 1944, diseñada por Salvador Dalí, Brook tuvo que abandonar el escenario entre abucheos y fue despedido. Desde entonces, nunca ha dejado de ser innovador e iconoclasta.
En su libro nos recuerda que su primer preestreno, una versión gimnástica de El sueño de una noche de verano, fue aparentemente un auténtico desastre. Más adelante, llegó a ser considerada como revolucionaria. Con esa producción y con El rey Lear y Timon of Athens, abandonó cualquier convención shakespeariana. Con sus adaptaciones (como la de El hombre que..., basada en el trabajo de Oliver Sacks), se adentró en un campo inexplorado, transformando textos en prosa en originales experiencias teatrales.
Sus retratos de actores (especialmente los de Laurence Olivier, John Gielgud y Paul Scotfield) son descripciones inestimables. Después de haber tenido un roce con Olivier a propósito de la película The Beggar"s Opera, dio por sentado que jamás volverían a trabajar juntos. Luego se encontró a sí mismo dirigiéndole sobre el escenario en Titus Andronicus y se dio cuenta de que, si seguían caminos paralelos, podían ser socios creativos. En el plano humano, su relación fue siempre tensa (Olivier era, según dice, "un hombre extrañamente oculto"), a diferencia de la que mantuvo con Gielgud, al que admira por su "sentido intuitivo de la calidad", un rasgo que Gielgud comparte con Brook.
Cierra su libro con el pesar de no haber sabido expresar con claridad lo que le ha guiado en todos estos años. "No saber no significa resignarse", dice. "Es una puerta abierta al asombro".
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