El sórdido espectáculo de la política española
Antonio Muñoz Molina, en el último artículo sobre la vista del caso Marey -una serie fascinante en la que, sin mención alguna de lo oído, ha descrito con minuciosidad lo observado-, concluía con una frase que sintetiza cabalmente la situación: "Ha terminado este juicio, pero continúa el sórdido espectáculo de la política española". En los días siguientes llegó a tal grado de degradación que, a pesar de que lo vivido en estos últimos años nos había preparado para lo peor, nunca hubiera podido imaginarlo.Días antes de filtrarse la sentencia, convencido de que sería condenatoria -y no por el poder omnímodo de las fuerzas conspiratorias, sino porque, ingenuo de mí, creo que España, pese a los muchos defectos y carencias en la justicia, es un Estado de derecho-, le comentaba a un amigo que los socialistas tenían sólo dos salidas: asumir sus responsabilidades y pedir perdón a la sociedad española por haberla llevado por unos derroteros que, si bien en una situación extrema pudieron contar con un amplio apoyo popular, mancillaban los valores superiores de la convivencia democrática, o bien callarse como muertos en espera de que con el paso del tiempo se encontrase una solución política para los condenados. Tertium non datur. Escéptico en lo que respecta a la capacidad renovadora del PSOE, pronosticaba este segundo comportamiento que, además, venía facilitado por las vacaciones estivales.
Tal vez por este ingrediente añadido de sorpresa me ha resultado todavía más patético asistir a los últimos estertores de un líder que arrastra al abismo a todo un partido que ha sido, y necesitamos que vuelva a ser, columna vertebral de nuestra democracia. El que un PSOE que se quiere democrático acuse de antidemócratas a todos los que no estemos dispuestos a comulgar con ruedas de molino, sin que de su interior haya surgido una voz discrepante, es en sí tan trágico que, al no poder tomarlo nadie en serio, acaba en ridículo. Justamente, el que en los últimos años todas las partes hayan dicho cosas muy graves sin que tuvieran la menor consecuencia ha terminado por arrebatar cualquier credibilidad a la palabra pública. Quien procura decir la verdad, aunque pueda equivocarse, como quien miente descaradamente, quienes apoyan la sentencia como quienes la consideran "radicalmente injusta" están bajo sospecha de mantener su opinión por intereses espurios. Hemos destruido uno de los soportes básicos de la convivencia democrática: una opinión pública que pueda articularse con un mínimo de credibilidad. Así como la acumulación ilimitada de información acaba con ella, la libertad también se vulnera cuando se puede decir todo, pero nada se toma en cuenta.
Decía que estaba convencido, como casi todo el mundo, de la culpabilidad de los procesados antes de conocer la sentencia. El comportamiento del Gobierno socialista, y luego el del PSOE en la oposición, no habían dejado lugar para la duda. En los diez puntos en que la dirección socialista ha hecho pública su posición -la mayor parte con denuncias y autoelogios que no atañen al caso y que deberían levantar los colores de los militantes- se disiente de la sentencia únicamente por haber condenado a José Barrionuevo y Rafael Vera sin pruebas -la sentencia, justamente en este punto, me parece ejemplar, claro que sólo si se acepta la prueba indiciaria, como hasta ahora es doctrina dominante en el derecho penal y en la práctica de los tribunales-, pero no hace el menor comentario sobre el resto de los condenados, entre ellos el gobernador civil y el secretario general del PSOE en Vizcaya, junto con el mando superior de la policía en el País Vasco, cuando ocurrieron los hechos.
De un partido democrático cabría esperar que comentara la trascendencia histórica de que se haya roto con la impunidad de los altos cargos en delitos cometidos al servicio del Estado, subrayando lo que esto significa para el desarrollo democrático de un país como el nuestro, pero los socialistas, al haberse enroscado en un espacio harto ambiguo, para decirlo de manera suave, en lo que respecta al comportamiento y a los valores democráticos, están impedidos de hacer una valoración en un tema crucial, ya que, o bien darían prueba de una hipocresía insoportable, levantando la indignación de los demás condenados que ya de por sí se sienten abandonados por sus jefes, o bien de posiciones claramente antidemocráticas si defendiesen la impunidad de las autoridades cuando actúan al servicio del Estado, como implícitamente lo han hecho.
De un partido democrático que de verdad creyera en la inocencia del exministro del Interior se hubiera esperado además que le hubiera exigido las responsabilidades políticas que le incumben, no sólo por no haber descubierto a tiempo a personas que de tal manera habrían traicionado la política del Gobierno, sino, sobre todo, por haberlos ascendido poco después de ocurridos los hechos, en un momento en que ya no cabía la menor duda sobre su carácter delictivo.
El partido socialista, con la boca grande, ha condenado "cualquier forma de lucha ilegal contra el terrorismo", ¡qué pueden decir!, pero la ha asumido mil veces con la chica. Como no podían quedarse con el solo soporte de unos cuantos fanáticos que todavía creen de buena fe en la inocencia de los dos que se han negado a reconocer lo evidente, han buscado sin cesar el apoyo de los que piensan que los condenados cumplieron con su deber, luchando contra el terrorismo con los medios pertinentes. Antes de la sentencia, y con más intensidad, si cabe, después, los socialistas no han dejado de facilitar argumentos a ese sector social -presumo que nada exiguo- que muestra una mentalidad, por lo menos en este punto, autoritaria y estatalista francamente de derechas: el asesinato por ETA de 800personas; la situación extrema que se vivía en 1983 cuando Francia seguía tolerando el santuario etarra; el que otros países con pedigrí más democrático que el nuestro, como el Reino Unido, por no hablar de Francia y Alemania, hubieran aplicado métodos aún más contundentes para acabar con el terrorismo. En fin, de qué habría que escandalizarse, cuando el número de víctimas de la guerra sucia con los Gobiernos de UCD ha sido superior al que se registra en el periodo socialista, con el mérito añadido de haber acabado con este tipo de prácticas.
Hay un punto que, estando en flagrante contradicción con la proclamada inocencia de dos de los condenados, saca, sin embargo, a los socialistas de sus casillas. ¿Por qué se condena a nuestra gente por hechos que cuando ocurrieron en etapas en que gobernaba la derecha nadie levantó la voz, tampoco nosotros, para perseguirlos? ¿Cómo la derecha puede reprochar al Gobierno socialista un comportamiento delictivo que ella misma ha practicado en el pasado y que cuando se produjeron los hechos aplaudieron con algo más que su silencio? Han roto una ley no escrita que practicamos en la transición: nadie acusa al otro de las irregularidades que pudiera haber en la lucha antiterrorista. El Estado está ahí para salvar a sus fieles servidores de cualquier percance.
Comprendo la indignación de los socialistas, confrontados con el hecho de que su actitud autoritaria y estatalista, repito francamente de derechas, sea criticada precisamente por una derecha que la ha practicado en el pasado y que ha sabido aprovecharse de la debilidad de un PSOE, cogido in fraganti, para desplazarle del poder y comportarse luego de tal forma que casi se han asegurado la reelección. Pero, primero, tal rabia no se compagina con la inocencia que proclaman, y, segundo, por grande que sea tampoco autoriza a que una defensa imposible de los condenados culmine en un ataque frontal a las instituciones democráticas y al Estado de derecho.
Aunque hayamos llegado a una situación en la que se hacen las acusaciones más injustamente desorbitadas con la mayor impunidad, un expresidente de Gobierno no puede afirmar que el Tribunal Supremo haya sentenciado injustamente por la presión ejercida por el Gobierno, dando a entender que si el presidente no hubiera sido un "miserable", muy distinta hubiera sido la sentencia. Claro que cuando este mismo presidente se jacta de haberse atrevido a cerrar el periódico Egin, como si en España los jueces actuasen a las órdenes de los Gobiernos, a la vez que daba un mazazo terrible al Estado de derecho, justificaba de hecho las acusaciones de su antecesor: si pudo cerrar Egin, ¿por qué no salvó a Barrionuevo y Vera? A este grado de locura hemos llegado, sin otra reacción posible que volver la mirada a otro sitio y, digan lo que quieran los políticos más representativos del Estado, creer en el Estado de derecho, o bien refugiarse, como ya han hecho muchos, en el cinismo más desolador.
Por mucho que González haya aprendido por experiencia propia hasta qué punto es maleable la justicia, no puede haber olvidado que el origen de todos los males que lamenta ocurrió bajo su presidencia, cuando un juez supo resistir todas las presiones y, con paciencia y habilidad sumas, procesar a dos policías que luego fueron condenados a altas penas de cárcel. Una acción individual ha cambiado el curso de la historia, única razón por la que la cúpula socialista del Ministerio del Interior se ha sentado en el banquillo y, en cambio, no lo han hecho las de Gobiernos anteriores. Y una vez que se entró en una dinámica judicial, González y sus asesores, empeñados en una mal entendida "autonomía de la policía", a la que se unía un desprecio absoluto por la justicia, no han dejado de cometer uno tras otro errores garrafales, que han despejado todas las dudas sobre lo ocurrido, teniendo que acabar con una sentencia condenatoria. Fue precisamente el Gobierno de González el que prefirió comprar bajo cuerda el silencio de los policías condenados a darles públicamente el indulto. La ilusión irrealizable de deshacerse del pasado sin asumir las responsabilidades políticas correspondientes terminó como todos sabemos. Al seguir después de la sentencia solidarizándose el PSOE con una política que ha ido de fracaso en catástrofe, ha sobrepasado los límites de lo tolerable, sin otra opción que desprenderse lo antes posible de todos los tics autoritarios y estatalistas que lo han ido carcomiendo en estos últimos años, dispuesto a volver a los principios y comportamientos democráticos que en un pasado no tan lejano fueron sus señas de identidad. Si el PSOE incluyera, como primer punto del programa electoral, sacar a Barrionuevo y Vera de la cárcel, no sólo perdería las elecciones, sino que en poco tiempo quedaría reducido a una secta de fundamentalistas guiados por un líder sin el menor sentido de la realidad. No quiero perder la esperanza de que el PSOE terminará por abandonar, antes o después, ojalá que lo más pronto posible, esta vía suicida, pero lo ocurrido en las últimas semanas lo ha puesto muy difícil.
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