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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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'Jamás saldré vivo de este mundo' (1)

Volvió a caer, ahora mientras buscaba un sitio por el que atravesar el río. Durante unos segundos, al extenderse la humedad sobre su ropa, al sentir en la piel aquella sensación fría y oscura estuvo a punto de abandonar, de quedarse allí, inmóvil, tendido entre los árboles hasta que le alcanzaran; sin embargo, se levantó y se puso a correr de nuevo, quizá porque aún le quedaba un resto de esperanza o quizá porque hay veces en que el miedo -un miedo del estilo del que Asier sentía, tan atroz, tan inabarcable- es justo lo que no te deja rendirte. Después llegó a una zona que le pareció menos profunda y fue vadeando lentamente el río, en busca de la otra orilla: notaba su corazón moviéndose bajo la superficie, latiendo con tanta violencia que daba la impresión de golpearse una y otra vez contra el interior del cuerpo, como un pez rojo atrapado en una botella vacía; y también notó la manera en que el agua lograba aplacar el dolor, combatirlo con tanta eficacia que, por un momento, se detuvo para ver el modo en que la corriente se llevaba lejos de él la sangre de sus heridas, lo mismo que si fuese algo que no le perteneciera.Podía oír a los perros cada vez más cerca; podía escuchar cómo el sonido implacable y metálico de la jauría devoraba sin piedad, poco a poco, la distancia que le separaba de él. Se preguntó si serían los mismos animales quienes lo iban a matar cuando le dieran caza o si tal vez esperarían a que llegasen los hombres. Luego se preguntó cuánto podría quedar hasta la vía del tren: si lograba llegar hasta ella y si tenía la suerte de que algún expreso pasara por ese lugar antes de que lo atrapasen sus perseguidores, puede que aún fuera capaz de salvarse.

Siguió corriendo, hasta un claro del bosque. Allí había una pequeña casa de madera de pino, una especie de cabaña abandonada que algunos pescadores habían usado quince o veinte años antes para guardar sus aparejos o para tomar una taza de café junto al fuego o para refugiarse de la lluvia al ser sorprendidos por una tormenta. Recordaba muy bien aquel espacio abierto entre los árboles, aquel sitio que ahora, iluminado por la luna, convirtiéndole en un blanco visible, se había vuelto peligroso. Y ése fue el punto en el que volvió a acordarse de Laura. Lo hizo al mismo tiempo que luchaba furiosamente contra el dolor y la angustia, mientras apresuraba el paso para huir de aquella delatora luz blanca que caía sobre él como una maldición, como un veneno. Ni siquiera necesitaba mirar atrás para ver a la chica una vez más, dentro de esa cabaña; para recordar los ojos azules y los labios pintados de rosa pálido, el pelo negro y la forma en que la primera noche fue desabrochando muy despacio su blusa, dejando al descubierto primero el cuello, después los hombros, luego los pechos que él adivinó pesados y suaves, mientras decía:

-Me apuesto algo a que nunca has visto nada parecido.

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Asier pensaba en esa noche cuando se detuvo a tomar aliento; cuando, a lo lejos, cortando la oscuridad como un cuchillo, surgidos en la profundidad del bosque, le pareció descubrir ya los haces de las linternas. Estaban muy cerca. Volvió a pensar en la vía del tren. Los ladridos de los perros se oían cada vez de un modo más claro; incluso le pareció que se empezaban a distinguir, débilmente, las voces de los hombres y que esos sonidos eran algo de lo que no podría deshacerse, algo que se pegaba a su piel de la misma manera que la ropa mojada, algo viscoso, adhesivo. Siguió corriendo. Sentía calambres en las piernas y una puñalada insoportable en el costado. También volvió a pensar en Laura.

-Maldita seas -dijo-, estés donde estés.

Y es probable que, de haber encontrado las palabras necesarias, hubiese añadido: "Malditos seáis tú y el día en que te conocí, porque ese día empecé a estar muerto".

Asier había llegado a Santa Marta dos meses antes, una mañana de mediados de junio. Hacía un calor infernal y la playa estaba llena de gente, de bañistas que leían periódicos deportivos junto al mar, bajo una pequeña sombrilla; de niños que construían extraños castillos de arena y paseantes que iban de un lado a otro de la ciudad con aspecto cansado, que entraban y salían de los edificios de apartamentos vestidos con camisas llamativas y faldas blancas, con sombreros de lona y sandalias y pantalones cortos.

Los últimos tiempos no habían sido para él los mejores: trabajos temporales, semanas y semanas sin empleo, un par de pequeños robos en una joyería y en un hipermercado, una condena de sesenta días de cárcel... Así que, en parte por ir a un lugar nuevo y en parte por escapar del sitio en el que estaba, llegó a Santa Marta con un billete de tren de segunda clase y la intención de encontrar algo con que pasar el verano, tal vez un puesto de camarero en alguno de los bares de la costa; o puede que algo mejor, por ejemplo una jornada de diez y media a ocho en una casa de coches de alquiler, sentado en una silla verde, detrás de un mostrador, en un local con aire acondicionado y un par de bonitas secretarias a quienes no les importaría tomarse unas cervezas con él al salir de la oficina. Pero la cosa no iba a resultar tan fácil. Anduvo de aquí para allá y lo único que pudo sacar en limpio fueron dos conclusiones: su vida iba a continuar siendo dura y a la gente de Santa Marta no le gustaban los extranjeros.

Aquella noche, después de recorrer toda la ciudad, Asier estaba en un bar llamado Bahía de Cádiz. Al otro lado de los escaparates podía ver a ocho o diez clientes sentados alrededor de mesas de mármol puestas en la playa, muy cerca del mar. Sobre las mesas había manteles de cuadros rojos y velas encendidas. El camarero estaba al otro extremo de la barra, limpiando unos vasos, y un poco más allá un par de hombres miraban la televisión. Decidió intentarlo de nuevo.

-Debe de venir mucha gente a Santa Marta en esta época del año -dijo. El camarero le observó unos instantes. Después se concentró de nuevo en los vasos. En el televisor, a uno de los actores debió caérsele algo de las manos porque de pronto se pudo escuchar un ruido de cristales rotos. Al fin, le contestó:

-Mucha gente. Sí. Demasiada.

Asier miró otra vez las mesas de la terraza. Le pareció que había alguna clase de relación entre el mar y las velas encendidas, aunque no habría podido explicar cuál.

-Supongo -dijo- que un bar es un negocio duro en esta época del año. ¿No es mucho para una sola persona?

El camarero cruzó una mirada con los hombres que miraban el televisor y los tres esbozaron una sonrisa. Asier se puso a pensar, por alguna razón, en un juego que él y sus hermanos hacían cuando eran niños: cerraban los ojos y daban vueltas y más vueltas, hasta que se mareaban y el vértigo les hacía desplomarse y el ganador era quien más hubiera aguantado, el último en caer al suelo. Después calculó el capital del que aún disponía, unas 6.000pesetas; no era una cantidad desde la que se pudiese llegar a alguna parte.

El calor era insoportable. El aire parecía algo estancado, una sustancia pegajosa. Entonces, a su espalda, se abrió la puerta y Asier pudo sentir una ráfaga cálida y después un perfume dulce, un olor espeso que parecía envolverle igual que una red. Al volverse, Laura estaba allí, con un cigarrillo apagado en la boca y un bolso abierto sobre la barra en el que tal vez buscase unas cerillas. Al rato, pareció rendirse y miró a Asier y él fue descubriendo los ojos azules y el pelo negro, la figura a la vez frágil y deportiva, la piel de una blancura perfecta, la ropa seguramente cara: una falda color cobalto, una camiseta celeste muy ajustada... Detrás de ella, a la entrada del Bahía de Cádiz, vio un coche descapotable con el motor en marcha y la radio encendida. La suma de todo eso le hizo pensar en una palabra: dinero.

La chica cerró el bolso, dejó el cigarrillo encima del mostrador con un ademán de desamparo y dijo:

-Vaya, parece que ésta tampoco va a ser mi noche.

Asier sacó una caja de cerillas y encendió una. La chica lo miró unos instantes y luego se acercó a él. Asier pensó que, después de todo, tal vez aquél era su día de suerte. Lo pensó mientras ella se le acercaba, mientras su piel parecía aún un poco más pálida a la luz de la pequeña llama. Y después de eso ya no volvió a pensar nada más, sólo en cómo llegar hasta ella, hasta su mundo de coches descapotables y mujeres con los ojos azules. No sabía que cuando empiezas algo lo importante no es ser capaz de descubrir qué puedes ganar, sino hasta dónde puedes hundirte. No sabía que él era de esa clase de hombres que cuando más rápido corren es cuando corren hacia su destrucción.

Mañana, segundo capítulo

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