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Tribuna:LA SENTENCIA DEL 'CASO MAREY'
Tribuna
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Mayoría política versus mayoría judicial

El autor analiza la aplicación de la regla de la mayoría política en el Estado democrático y la contrapone a la mayoría judicial

No conozco a nadie que discuta que la regla de la mayoría es indispensable para que el Estado democrático pueda ser pensado intelectualmente y organizado técnicamente. Sin la regla de la mayoría pueden existir Estados no democráticos, pero no Estados democráticamente constituidos.Más aún. El Estado democrático exige que la regla de la mayoría tenga vigencia general, es decir, que presida la formación de voluntad de todos sus órganos constitucionales, con la única excepción del Consejo de Ministros, en el que los componentes del mismo no están en pie de igualdad. Pero en todos los órganos colegiados, parlamentarios o jurisdiccionales, en los que sus componentes están en pie de igualdad, el proceso de formación de voluntad del órgano no es que esté presidido, es que no puede no estar presidido por la regla de la mayoría.

Y es así porque la regla de la mayoría es una exigencia insoslayable del principio de igualdad, en el que descansa toda la construcción política y jurídica del Estado constitucional. Si se acepta la proposición de que todos los individuos que viven en sociedad son ciudadanos, es decir, política y jurídicamente iguales, entonces hay que aceptar también que la única forma que tiene esa sociedad de autodirigirse es a través de la regla de la mayoría. El cuerpo electoral toma su decisión por mayoría en las elecciones generales. Las Cortes Generales, nacidas de ellas, toman sus decisiones por mayoría. Y los tribunales de justicia que aplican la ley aprobada por las Cortes Generales también adoptan sus decisiones por mayoría. Obviamente la regla de la mayoría no excluye la posibilidad de la unanimidad. Pero la unanimidad es una circunstancia puramente fáctica, carente de todo valor jurídico.

La regla de la mayoría es, pues, una consecuencia inexorable del principio de legitimación democrática del Estado. Dicho principio no puede hacerse real y efectivo si no es a través de la vigencia de la regla de la mayoría, con su corolario de que la decisión del órgano colegiado adoptada por mayoría no es la decisión de la mayoría, sino la decisión del órgano en cuanto tal.

Éste es el dogma de la democracia. Y utilizo el término en su sentido fuerte, es decir, como proposición atacable desde fuera, pero no susceptible de ser discutida desde dentro. Quien no acepte la democracia como forma política no podrá aceptar jamás el proceso de legitimación del Estado que va del principio de igualdad a la regla de la mayoría pasando por la soberanía popular. Pero quien la acepte no puede no dejar de aceptarlo.

Todavía hay más. Para que una democracia pueda funcionar de manera estable no basta con la pura vigencia de la regla de la mayoría, sino que es necesario la interiorización de la misma por los ciudadanos y su exteriorización en una conducta de acatamiento y respeto a los resultados alcanzados a través de ella.

Ahora bien, que la regla de la mayoría sea la regla general no quiere decir que sea la regla uniforme de la democracia. Al contrario. La democracia no puede existir si la regla de la mayoría no opera con carácter general. Pero tampoco puede si opera de manera uniforme. Si la regla de la mayoría de naturaleza exclusivamente política que preside la formación de voluntad de los órganos parlamentarios es la misma regla de la mayoría que preside la formación de voluntad de los órganos jurisdiccionales, todo el ordenamiento jurídico del Estado democrático se viene abajo como un castillo de naipes.

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La regla de la mayoría que preside la formación de voluntad de los órganos parlamentarios y jurisdiccionales es la misma, pero no es igual. Mejor dicho, no lo puede ser sin que sean destruidos los presupuestos en los que descansa la construcción jurídica del Estado constitucional.

La regla de la mayoría en los órganos parlamentarios opera, por entendernos, en estado químicamente puro. Por mayoría se aprueba la ley, se decide si se constituye o no una comisión de investigación, si se aprueba o se rechaza la comparecencia del presidente del Gobierno ante la Cámara y así sucesivamente. Todas las decisiones parlamentarias, sean de la Mesa, de la Junta de Portavoces, de una Comisión o del Pleno, se adoptan con base en la regla de la mayoría, de la mayoría simple, excepto cuando la Constitución exige una mayoría cualificada.

La decisión puede ir acompañada de una explicación previa más o menos convincente. Pero esto es jurídicamente irrelevante. La conexión entre la explicación y la decisión es relevante políticamente, pero no jurídicamente. Por eso el control de la decisión o, mejor dicho, de la suma de innumerables decisiones a lo largo de la legislatura se producirá en las siguientes elecciones generales a través del voto ciudadano.

Así opera la regla de la mayoría en la formación de voluntad de los órganos parlamentarios. La regla de la mayoría es de naturaleza exclusivamente política. Descansa en el libre arbitrio de cada uno de los integrantes del órgano y nada más.

¿Puede la democracia subsistir si la regla de la mayoría opera de esta manera en el interior del poder judicial? ¿Puede un órgano de naturaleza exclusivamente jurídica operar con base en una regla de naturaleza exclusivamente política? ¿Puede un ciudadano ser condenado a una pena privativa de libertad simplemente porque una mayoría del tribunal que lo juzga así lo decide? ¿Puede ser la regla de la mayoría que decide la no constitución de una comisión de investigación la misma que la que decide condenar a un ciudadano a una pena privativa de libertad? El libre arbitrio de los parlamentarios tiene el control difuso pero diario de la opinión pública e institucionalizado de las elecciones generales cada cuatro años como máximo. El libre arbitrio del juez carece de todo control. ¿Puede el libre arbitrio que preside la formación de voluntad del órgano parlamentario presidir también la formación de voluntad del órgano jurisdiccional?

En las preguntas están las respuestas. La regla de la mayoría no puede operar en la formación de voluntad del órgano jurisdiccional en estado químicamente puro como lo hace en el órgano parlamentario. La vigencia de la regla de la mayoría en la formación de la voluntad del poder judicial exige unos presupuestos previos sin los cuales la regla de la mayoría deja de ser un procedimiento democrático para convertirse en todo lo contrario: en una manifestación de la arbitrariedad.

Estos presupuestos previos, que no existen en la formación de la voluntad de los órganos parlamentarios porque están legitimados democráticamente de manera directa y porque dicha legitimación se renueva periódicamente, son precisamente los que dan sentido a la regla de la mayoría en la formación de la voluntad de los órganos jurisdiccionales.

Por eso, con base en la regla de la mayoría en un órgano jurisdiccional no se puede decidir todo. Hay elementos en el proceso, en todo tipo de procesos, civiles, contencioso-administrativos o laborales, pero, sobre todo, en el proceso penal que no son susceptibles de ser decididos por mayoría.

Por mayoría se puede decidir qué valoración se hace de una prueba, pero no se puede decidir que lo que no es prueba sí lo es. Hay unos criterios científicamente elaborados en los dos siglos de vida del Estado constitucional a través de los cuales se establece, de manera objetiva y razonada y no subjetiva y caprichosa, cuándo la declaración de un testigo o de un imputado o coimputado tiene el valor de prueba testifical, cuándo un documento tiene el valor de prueba documental, cuándo una pericia tiene el valor de prueba pericial. Sobre esto no puede el órgano jurisdiccional formar su voluntad por mayoría. Una prueba o es prueba o no lo es. Lo que no es prueba no puede ser convertido en prueba por la voluntad de la mayoría. Si se admite esto, el proceso de administración de justicia se convierte en pura arbitrariedad.

Esto es exactamente lo que ha ocurrido en la sentencia del caso Segundo Marey. La sentencia da por probado que Rafael Vera dio un millón de francos a Julián Sancristóbal para financiar el secuestro de Segundo Marey. ¿Con base en qué? En ningún momento se ha podido acreditar, ni a través de los registros de caja del Banco de España, ni por ninguna otra vía, que Rafael Vera diera dicha cantidad a Julián Sancristóbal. Y sin embargo la mayoría decide que la entrega de la cantidad se produjo, que es un "hecho probado". La mayoría decide, en consecuencia, que es prueba lo que no se ha podido demostrar que lo sea. Y esto no puede hacerlo sin abandonar el terreno jurisdiccional y pasar al terreno exclusivamente político. Esa mayoría no es de naturaleza jurisdiccional, sino de naturaleza política. Está basada en una pura intuición subjetiva, objetivamente indemostrable.

O los documentos del Cesid, ¿pueden tener la consideración de pruebas unos documentos que existen en forma de microfichas, no contrastables con el original que ha sido destruido, y que fueron sustraídas por un coronel condenado por ello en sentencia firme, que las mantuvo en su poder varios meses antes de devolverlas al Cesid? Y aún admitiendo que los documentos pudieran ser considerados auténticos, el que esos documentos contemplaran acciones antiterroristas en el sur de Francia del tipo de las que después se llevaron a cabo, ¿puede ser considerado una prueba inequívoca de que tales acciones fueron ordenadas por el ministro y el secretario de Estado? ¿Dónde está la prueba de que así fue? Esto no puede decidirse con base en la regla de la mayoría. Con base en la regla de mayoría política sí, pero no con base en la regla de la mayoría jurisdiccional.

O la valoración de la interrupción de la prescripción. ¿Con base en qué puede transformar la sentencia la responsabilidad individual en colectiva? ¿En qué artículo del Código Penal o de la Ley de Enjuiciamiento Criminal puede hacer descansar el Tribunal Supremo esta decisión? ¿Puede decidirse esto con base en la regla de la mayoría? ¿Pueden hacer tabla rasa la mayoría de los principios de legalidad y de culpabilidad? O por el contrario, dichos principios son presupuestos indisponibles para el órgano jurisdiccional por mucha que sea la mayoría que así lo decida. Ni siquiera por unanimidad cabría hacer esto. Si esto no se respeta, el tribunal desconoce los presupuestos en los que descansa la función jurisdiccional y adopta una decisión de naturaleza exclusivamente política. La regla de la mayoría con la que toma la decisión es la misma que aquélla con la que los parlamentarios deciden las cuestiones que se le plantean en el debate político. Ni más ni menos.

Justamente esto es lo que ha ocurrido con la sentencia del caso Marey. El problema no es que la sentencia haya sido dictada por mayoría. El problema es que con base en la regla de la mayoría, el Tribunal Supremo ha dispuesto de lo que, en ningún caso, puede disponer: de los presupuestos en los que descansa su propia legitimidad en el ejercicio de la función jurisdiccional. Es el tipo de mayoría que ha presidido la formación de voluntad del Tribunal Supremo, que no ha sido de naturaleza jurisdiccional, sino de naturaleza política, lo que resulta inaceptable. Esto es lo que hace que la sentencia suponga una alteración de las reglas de juego del Estado de Derecho definido en la Constitución. Pues la traslación de la regla de la mayoría de naturaleza exclusivamente política propia de los órganos parlamentarios a los órganos jurisdiccionales no solamente conduce a condenar a inocentes sin pruebas, sino que además provoca de manera inevitable el bloqueo del sistema político en la medida en que dicha traslación altera de forma no metabolizable por el sistema político el equilibrio entre los poderes del Estado diseñado en la Constitución.

Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.

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