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Tribuna:EL FALLO DEL 'CASO MAREY'
Tribuna
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Una sentencia en Derecho

El autor defiende la sentencia del caso Marey porque cree que es "procesalmente rigurosa e intelectualmente honesta"

Probablemente habría sido ingenuo esperar otra cosa, a juzgar por lo que hasta aquí había venido sucediendo -en éste y en otros asuntos calientes- y por lo acontecido en supuestos de procesos de parecido perfil allí donde se han producido, como es el caso de Italia. De Andreotti a Berlusconi, pasando por Craxi, no es que los jueces, al procesar o al sentenciar, se hayan equivocado siempre en todo: es que son esforzados profesionales de la injusticia. Que en juicios de esta índole deriva siempre, por la misma naturaleza de las cosas, en injusticia histórica, al afectar a quienes hacen la parte de la historia que con más frecuencia suele escribirse, a pesar de Brecht.Seguramente por eso, o quizá todavía con más motivo, la Sala Segunda del Tribunal Supremo no tenía por qué esperar mejor trato que el deparado en su día a la juez Huerta en el caso Linaza. Que es bueno recordar estaba cargada de razón y, sin embargo, no se le concedió ni siquiera el beneficio de la duda, en lo que fue un linchamiento en toda regla.

De todas formas, me parece que la Sala Segunda, en algún aspecto, ha tenido peor suerte. Pienso en la filtración. Nombre probablemente impropio, porque lo percibido y tratado como tal quizá no fue una sola y macroscópica intolerable indiscreción, sino el resultado de la unión de diversos cabos desprendidos (seguramente, en más de una dirección) de lo que habría debido ser una madeja compacta y bien cerrada sobre sí misma. Y digo peor suerte porque, al menos en términos objetivos y a la vista de lo que la filtración ha supuesto en la estrategia polidimensional de impugnación de la sentencia, la existencia de tales escapes de información es argumento central. Sugestivo de que donde eso ha sido posible todo podría haber ocurrido.

A este resultado ha contribuido, aunque no sé siquiera, otro hecho: el tratamiento de la filtración por el propio presidente del Tribunal Supremo, al superponer a la deliberación de la sentencia la investigación sobre una posible irregularidad colateral en el comportamiento de alguno o algunos magistrados del tribunal. Creo, sinceramente, que ese plus de perturbación debería haberse ahorrado. No porque el escape de datos no deba ser investigado, sino porque, hasta concluir el trabajo de la sala, tendría que haberse evitado proyectar un nuevo mecanismo de presión sobre quienes ya llevaban meses en régimen de "olla exprés"; evitando, de paso, dar pábulo a las insidiosas asimilaciones mecánicas entre aquella irregularidad procedimental y la necesaria injusticia de la sentencia, como las que se están produciendo. Tiempo habrá de reflexionar sobre el eventual sentido estratégico de esa abrupta apertura al exterior de la sala de deliberaciones. Pero, desde ahora, lo cierto es que si sugiere probable falta de discreción en alguno o algunos miembros del tribunal, también ilustra sobre las actitudes subyacentes a tópicos tan recorridos estos días como el que se expresa en la gastada expresión de dejar trabajar en paz a los tribunales, que, a tenor de la experiencia que se va acumulando, es algo que sólo hace quien no tiene otro remedio.

Y, en este contexto, qué decir de la propia sentencia. Lo primero y más obvio, que no es ni una monstruosidad ni un disparate. Por el contrario, responde a un estándar de rigor en la elaboración que está muy por encima del que suele prevalecer en el trabajo ordinario de los tribunales. Incluida la propia Sala Segunda. Y esto, a pesar de algunas afirmaciones de los votos particulares, que parecerían sugerir todo lo contrario.

La sentencia luce una minuciosa motivación de la valoración de la prueba, esto es -y como debe ser-, hace explícitas las razones de la decisión y, así, es procesalmente rigurosa e intelectualmente honesta. Por lo demás, evidencia algo que es propio de estos casos. Me refiero a la alta complejidad del cuadro probatorio que acompaña siempre a los procesos relativos a operaciones delictivas de cierto nivel de sofisticación.

En efecto, es ya un lugar común, que la dinámica real de los delitos cometidos mediante organizaciones suele contar con escasísima visibilidad externa. Sobre todo cuando éstas son de las constituidas expresamente para delinquir, pero también en el caso de las que, predispuestas para fines legítimos, por su propia naturaleza, se hallan connotadas de un notable grado de opacidad y hermetismo. Por eso, aquí la investigación no tiene nada que ver con la del delito convencional. En efecto, no suele haber vestigios claros y las fuentes de prueba, es decir, de información con que cabe contar, no son precisamente limpias, pues, en general, pertenecen al círculo de los implicados. De ahí el papel esencial jugado por esa figura inquietante del coimputado; de ahí también que la adquisición del conocimiento relevante para el fallo tenga que producirse a través de complicados mecanismos inferenciales.

Pues bien, en este caso la fundamental de las informaciones de cargo procede de la única fuente de que podía proceder y ha sido tratada con seriedad. Esto es, aplicando criterios de experiencia a los datos aportados por la actividad probatoria que valorados, primero, de forma individualizada y, luego, en su conjunto, dan total verosimilitud a la hipótesis de la acusación.

A quien tenga dudas sobre la legitimidad y el rigor del procedimiento, yo le sugiero el entretenido ejercicio intelectual de trasladar mentalmente el caso Marey a otro escenario, desnudando a sus actores de toda significación política. Bastaría situar a uno y a otros en un espacio de connotaciones menos extraordinarias, empresarial, por ejemplo, igualmente jerarquizado y recorrido por similares relaciones de confianza y/o de poder. Situados en este contexto: ¿sería o no lo más normal una primera estrategia de los implicados orientada a confinar las posibles responsabilidades penales en el nivel más bajo de la pirámide organizativa? ¿Sería de extrañar la ruptura, naturalmente también por interés, de ese primer clima de solidaridad interesada? ¿Habría que rechazar, ya y para siempre, cualquier dato criminalizador hacia arriba emergente en ese contexto, aun cuando pudiera estar dotado de consistente capacidad explicativa? ¿Sería lo normal en circunstancias de esa índole que los nombrados para un puesto por el superior y por razones de confianza, asumieran responsabilidades extraordinarias al margen de esa misma superioridad? ¿Sería anómalo pensar que no es eso lo normal cuando consta que ya se había operado así en algún supuesto de cierta similitud cronológicamente próximo?

En tal supuesto hipotético y en presencia de algunos papeles con datos de valor explicativo alusivos al caso, elaborados en un servicio contiguo en el organigrama a aquellos centros de decisión, ¿se consideraría lo más natural privar a tales documentos de todo valor probatorio? ¿Sería, en fin, disparatado que una llamada telefónica producida -precisamente en un momento relevante de los hechos enjui-ciados- entre quienes, en virtud de otros elementos de juicio, parecen asociados en la actividad criminal, fuera interpretada como atañente al caso?

En la impugnación de cualquier sentencia construida, como es lo normal, sintéticamente a partir de una primera consideración analítica de un cuadro probatorio complejo, la técnica más elemental consiste en acumular razones en apoyo de la dispersión de los datos. Sugerir que lo que constituye una inferencia razonable encierra un arriesgado salto lógico, desorganizar los elementos del rompecabezas...

La calidad de conocimiento que cabe adquirir a través de la actividad procesal es siempre la propia del conocimiento inductivo. No hay, pues, sentencia, que, como hipótesis, no pudiera haber sido otra distinta. Pero dirigir este argumento de principio como reproche contra una resolución tendría que llevar, no a revocarla, sino, directamente, a cerrar los tribunales.

En resumen, mi opinión es que la sentencia que con tanta razón nos ha preocupado y nos ocupa se mueve en unos estándares de racionalidad valorativa y de transparencia de los criterios de decisión que son notablemente superiores a los usuales en los tribunales de este país y de otros países. Incluso, insisto, a los de la propia Sala Segunda al confirmar tantas resoluciones corrientes con fundamento en pruebas de las llamadas indirectas o indiciarias. Entre ellas, las condenatorias a penas de muchos años impuestas a personas contra las que no existe prueba alguna directa, no obstante la negativa vehemente de toda implicación. Algo que podría ser cierto como hipótesis, sobre todo de hacerse uso de alguna lógica probatoria de matriz deconstructiva, propugnada para el caso Marey, que no suele ser de uso en la generalidad de los casos.

Por eso, yo creo que no hay la más mínima razón para temer que los magistrados de la mayoría pudieran haberse subrogado en el papel impropio de exactores de no menos impropias responsabilidades políticas. Basta leer la sentencia para comprobarlo, porque ésta se explica por sí misma, en derecho, sin necesidad de introducir ese parámetro, impertinente incluso como alusión.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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