'Hot line' (3) Casos y cosas
A las ocho de la mañana, el detective George Washington Caucamán entraba a un remozado edificio de la calle Agustinas. Una placa de acrílico indicaba que en el segundo piso atendía la comisaría de investigación de delitos sexuales. Al abrir la puerta, pensó que se había equivocado de piso y estaba en una escuela de secretariado, porque las seis mujeres que ocupaban los escritorios eran jóvenes, atractivas, y el lugar, con sus coquetas plantas de interior, tenía muy poco de dependencia policial, pero el 38 de cañón recortado que una de ellas cargaba en la cintura le hizo saber que se encontraba entre colegas. Así que cerró la puerta y saludó tímidamente.-Es un piso más arriba -dijo una de las mujeres.
-¿Qué es un piso más arriba?
-La fotocopiadora. ¿No viene de la Xerox?
El detective de provincia preguntó por la comisaria. Una morena de lentes que se empeñaba en tipear un documento lo llamó a su escritorio. George Washington Caucamán le entregó la orden de incorporación a la comisaría.
-Vaya vaya. Chicas, ¿saben a quién tenemos aquí? Al Charles Bronson de la Patagonia.
Las mujeres policías lo observaron con atención de entomólogas, de hombro a hombro, de pies a cabeza, y no economizaron risitas.
-¡Qué look! La última vez que vi un terno como ése fue en la película El halcón maltés -dijo la que se notaba más joven.
-Intentaré corromperme para vestir trajes de Armani -respondió el detective.
-George Washington Caucamán. Debe ser descendiente de ingleses. Mi abuelo se llamaba Evans y era galés. De pronto hasta somos parientes -comentó otra.
-No lo creo. Pero mi bisabuelo conoció galeses en la Patagonia. Les ayudó a despiojarse. Y ahora, si son tan amables me gustaría saber cuál será mi lugar de trabajo y qué debo hacer.
-Le daremos un escritorio y lo demás será esperar -dijo la comisaria.
Recibió un escritorio en el pasillo, bastante alejado de las mujeres policías. El detective supuso que lo confundirían con el conserje del edificio o con el responsable de objetos perdidos, pero no discutió. El escritorio tenía tres cajones tan vacíos como el servicio que empezaba.
A media mañana luchaba con los bostezos. Había visto entrar y salir a varias mujeres, algunas de ellas con ojos a la funerala, otras pálidas y demacradas, unas muy jóvenes, otras maduras, y en medio de tal tedio la comisaria se acercó hasta su escritorio.
-Hacer de mueble cansa -comentó el detective.
-Mejor para usted y para todos. Mire, no tenemos nada personal en su contra, pero nos han informado que usted es uno de esos polis de gatillo ligero y aquí trabajamos con otros métodos.
-Entiendo. Intentaré enmendarme, dejaré el 38 en el escritorio y cargaré una asistente social en la sobaquera.
-No se pase, detective. Pronto le traerán materiales de escritorio y un teléfono con grabadora. Conforme al reglamento se deben registrar todas las denuncias.
-O sea que me incorpora al trabajo. Gracias.
No puedo evitarlo, sin embargo, no se hará cargo de ningún caso. Le repito que no tenemos nada en su contra y sí mucho contra el imbécil que lo destinó a nuestra comisaría. Usted sabe que ninguna mujer agredida confiaría en un hombre, y menos aún en un mapuche. Perdone, pero la realidad es así. Nos puede echar una mano en muchas cosas, pero en ningún caso.
-Los indios somos optimistas, comisaria. Le aseguro que pronto aparecerá un camionero violado por una banda de hermanas de la caridad y ése será mi caso.
Al mediodía, con el teléfono ya conectado, las mujeres policías decidieron que él se quedaba de guardia durante el turno de comer, y lo dejaron solo. No protestó, y en cuanto las escuchó bajar la escalera, marcó el número de Anita Ledesma.
-¿Cómo va todo? -consultó la taxista.
-Maravillosamente. Tengo un teléfono lleno de botones rojos.
-Si se mete en líos no dude en llamarme.
-Anoche cené solo y no me gustó.
-Acepto. Llámeme a eso de las nueve.
Apenas había colgado y el teléfono sonó por primera vez en su escritorio.
-Anoche te escapaste jabonado, pero no te preocupes, vas a pagar lo que le hiciste a Manolito -amenazó una voz ronca, como de fumador empedernido.
-Si tus amigos van por la cantina que devuelvan el tenedor -alcanzó a decir el detective antes de que colgaran.
Que a uno lo persigan por volarle la cabeza a un prójimo, vaya y pase -meditó el detective-, pero hacer tanto escándalo por un culo no es serio.
No pudo seguir divagando, porque en ese preciso instante vio a la mujer que indecisa caminaba a su encuentro.
-¿No están las señoritas?
Era una mujer corpulenta, de unos sesenta años, con un vigoroso moño anudado a la nuca y no venía sola. De su brazo derecho colgaba un bolso de piel imitación cocodrilo, y del izquierdo un cónyuge que a todas luces se movía contra su voluntad.
-No, pero yo soy uno de ellas -respondió el detective.
-Querida. Los trapos sucios se lavan en casa- dijo el cónyuge.
-Siéntese, Hipólito. Y hable nada más cuando se lo permita el detective -ordenó la mujer.
Hipólito empezó a morderse las uñas mientras la mujer abría la cartera y buscaba algo, hasta que finalmente dio con una hoja de papel.
-Mire esto.
Era una factura de teléfono y bastante abultada. Había por lo menos dos meses de sueldo de un detective en esa cuenta. Hipólito comenzó a sollozar.
-Es bastante dinero -opinó el detective.
-Más que eso. Fíjese en el detalle de las llamadas.
El detective volvió a revisar la cuenta. Estaban detalladas las llamadas de un mes. La mayoría eran breves, un par de minutos, pero había tres que se llevaban la mejor tajada de la torta.
-¿Comprende lo que ha hecho este marrano? -dijo la mujer amenazando con meterle un capirotazo a Hipólito.
El detective alzó los hombros.
-Lo han engatuzado, esquilmado, estafado. Este miserable, buscando en otro lugar lo que tiene gratis en casa, frecuenta mujerzuelas por teléfono.
-¿Usted hace eso, Hipólito? -dijo sencillamente por decir algo, porque el regreso de las mujeres policías le inhibió la carcajada.
-Y bien. ¿Qué espera para ir a detener a esas putas?-preguntó desafiante la mujer.
-Señora, ésta es una reclamación para el comité de defensa del consumidor, siempre y cuando su esposo declare que lo han estafado, que los servicios recibidos no se correspondieron con la oferta. Además, no hay ninguna ley que impida a Hipólito cascársela como le dé la gana.
La mujer salió como una tromba, maldiciendo a los indios de toda América, con el cónyuge colgado de su brazo izquierdo, y el detective se echó a la boca un papelillo de bicarbonato.
-¿Qué es eso? ¿Coca? -preguntó la comisaria.
-Coca de los pobres. ¿Quiere probar? -respondió el detective con la boca llena de espuma.
-No muerda. Y ya que le cayó la primera cosa revise estas otras, quién sabe si se convierten en un caso -dijo entregándole varias carpetas.
Todas estaban tituladas "Hot Line". George Washington Caucamán mató el día revisando facturas telefónicas de muchos onanistas con problemas de pago.
Mañana, cuarto capítulo
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