El chivo entregado
LUIS DANIEL IZPIZUA Tengo que confesar que me abruma todo este entramado judicialista que nos ha caído encima. No sé nada de leyes, es más, todo ese mundo legal me resulta absolutamente opaco y soy capaz de confundir el nombre de los tribunales, de llamar orden a lo que es un decreto, de referirme a sentencias cuando, al parecer, se debe hablar de fallos. Mi ignorancia al respecto es total, y la verdad es que no hago nada por remediarla. Siempre he pensado que la gente de bien sabe poco de leyes, mientras que estamos acostumbrados a ver recitar a presuntos delincuentes tiradas enteras de la Constitución, asistidos por cortes de abogados que les ilustran sobre los recovecos más oscuros de la ley. Si me consienten ciertos ecos paulinos, diré que la ley nos da a conocer el delito, pero que dudo de que sea precisamente ella la que nos impida cometerlo. Les diré, sin embargo, que considero a la Justicia uno de los pilares fundamentales del Estado, de ahí que su independencia y buen funcionamiento me parezcan cruciales. El poder político es quien ejerce la violencia, cuyo único detentador legítimo es el Estado. Reduzcan a éste a su más mínima expresión, y siempre les quedarán las instancias represivas. Les quedarán también aquellas instituciones o poderes que fijarán los límites de la legitimidad de esa violencia, instituciones que serán tanto más fuertes cuanto menos despótico sea el Estado de que nos queramos dotar. Una de ellas será la Justicia, que sancionará también los posibles delitos que el poder político haya podido cometer en su área de gobierno. La actuación criminal es uno de esos delitos, es decir, la utilización de la violencia al margen de las vías e instancias que determina el propio Estado a través de sus leyes. Es lo que se trataba de determinar en el caso Marey, a saber: si la violencia claramente ilegítima ejercida contra ese ciudadano era atribuible a particulares -por más que fueran miembros de las fuerzas de seguridad- o era atribuible al Estado. No se juzgaba al ciudadano Barrionuevo. En el ministro Barrionuevo se juzgaba la responsabilidad del Gobierno de la Nación. Y éste, al parecer, ha sido considerado culpable. He dicho antes que la gente de bien sabe poco de leyes. Pero es lo suficientemente perspicaz como para intuir determinadas responsabilidades, al margen de que las considere o no delictivas. Cuando Barrionuevo afirma que todo lo que hizo en su época de ministro lo hizo por el bien de España, no dudamos de su buena intención. Pero si supo lo que estaba ocurriendo y simplemente lo consintió -y él sabrá si fue así- es posible que lo hiciera por el bien de España, pero él sabía que estaba haciendo el mal. Y ese mal -e insisto que él sabrá si fue así- ha resultado al final, por desgracia, pero afortunadamente, el mal de España. Aún podríamos creer que nadie supo nada si toda esta historia se hubiera limitado al caso del sr. Marey. Pero veintitantos crímenes después, y con señalados cargos del partido socialista implicados en esa monstruosidad desde el principio, resulta difícil de creer que nadie supiera nada en el Gobierno. Los extremos de horror que nos han sido revelados hubieran exigido, incluso desde la inocencia, una asunción de responsabilidades que en ningún caso se ha hecho expresa. Tampoco nos cabe ninguna duda, y hemos de decirlo, de que todo este asunto ha sido aprovechado por quienes nada hicieron para evitar aquellos crímenes -un Parlamento tan unánime como se proclama ahora seguramente los hubiera frenado-, sino que contribuyeron a cubrir toda sospecha e incluso los aplaudieron. Lo están aprovechando, en efecto, contra tí, Felipe, y contra el partido que dirigiste durante tantos años. Cogiste el país entre fragor de sables y estrépito de bombas y le quitaste de encima la vergüenza histórica que lo cubría. Sólo te falta por desterrar ésta que ahora te atribuyen. No lo logrará señalándote como chivo expiatorio y mostrando el pecho de la víctima. Seguramente tendrás que realizar un gesto heroico, pero éste tendrá que ver más con la dignidad, con la honestidad, que con el estrépito. Aunque seas inocente. O precisamente por serlo.
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