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Terrorismo de mercado

Vivimos en unos regímenes globalitarios que, descansando en los dogmas de la globalización y del pensamiento único, no admiten ninguna otra política económica, subordinando los derechos humanos a la razón competitiva y abandonando a los mercados financieros la dirección total de las sociedades. La retórica competitiva se ha convertido en una útil estrategia política. Si todo -empleos, salarios, bienestar- depende de la competitividad internacional, no hay "sacrificio" que no se deba hacer para mantenerla. Retórica que elimina cualquier responsabilidad interior al sostener que los condicionantes económicos internacionales determinan un camino único a seguir, independientemente de la orientación política que gobierne. De este modo, el globalismo neoliberal se convierte en una acción altamente política que pretende presentarse como totalmente a-política; no es sólo un pensamiento económico, sino fundamentalmente un sistema político cuyos objetivos exigen, paradójicamente, un discurso y una práctica que niega lo político. Todo esto se ha producido al margen de la política democrática. Según declaró el presidente del Bundesbank en febrero de 1996 ante el foro económico mundial de Davos, "la mayoría de los políticos siguen sin tener claro hasta qué punto están hoy bajo control de los mercados financieros e incluso son dominados por ellos". Pero la libertaria y antiestatal mentalidad de quienes controlan los flujos monetarios se transforma en su contrario siempre que se trata de resolver los problemas causados por ellos mismos. De las crisis se sigue encargando la comunidad internacional de Estados. Pero no sólo eso: a la caza del beneficio, los directivos de las multinacionales trasladan sus negocios a esa nueva frontera sin ley que son los países sur, pero envían a sus hijos a universidades y hospitales europeos o norteamericanos subvencionados con dinero público; ni se les pasa por la cabeza vivir allí donde montan sus empresas y pagan muy pocos impuestos. Para sí mismos reclaman derechos fundamentales políticos, sociales y civiles, cuya financiación pública torpedean con su actividad económica. Esta globalización capitalista no es un proceso uniforme y homogéneo, sino fragmentario y desigual. La conexión avanza de la mano de la desconexión: hay espacios que se desglobalizan porque no puedan responder a las exigencias de la interconexión o porque, sencillamente, no interesan. Esta desconexión selectiva no sólo afecta a África o a las inmensas áreas rurales de Asia, sino a los jóvenes parados y a las áreas marginadas de nuestras ciudades. Queda desconectado aquel que sobra. La idea de que todo debe plegarse a las exigencias de la economía, es hoy un auténtico integrismo, más peligroso para la Humanidad que cualquier otro integrismo, religioso o político. Este integrismo está en la base de este retorno a la barbarie en que se ha convertido el mundo de finales de siglo. Una sociedad es bárbara cuando acepta que algunos de sus miembros "sobran", que son prescindibles. Esta y no otra es la situación actual: se sigue necesitando del Tercer Mundo, de sus mares, su aire, su naturaleza; lo que ya no se necesita, es la mayor parte de su población, reducida a población sobrante. Estos días nos informan de que en Sudán "sobran" dos millones de personas, personas que, en un goteo siniestro, están falleciendo cada día por docenas. Se habla de la guerra de siempre como causa de la hambruna. También se habla de la sequía. Casi nadie habla de la brutal transiciónen el África sub-sahariana hacia un sistema económico en el que la tierra, los alimentos y el trabajo humano no son más que simples mercancías que se compran y se venden como fuente de beneficios, un sistema que, tras despojar a los agricultores de sus tradicionales medios de subsistencia, los ha reducido a ser meros componentes de la producción. Lean el libro de Bennett y George La maquinaria del hambre, publicado en 1988 por El País-Aguilar.

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