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Las terrazas

Nos referimos a las que vienen descritas como sitio abierto en una casa, desde el cual puede explayarse la vista. Eso dice el diccionario oficial, con poca exactitud y pobreza informativa. También se llaman, en Madrid, comúnmente, azoteas, lugar franco para poder andar por ellas. En general, los arquitectos, por estas latitudes, rematan así los edificios, sin tener en cuenta la utilidad que presten a los vecinos, que hoy día apenas está justificada. Fueron útiles en otras épocas, antes de que se difundieran y popularizasen las máquinas lavadoras y quedara proscrita la utilidad del lavadero, instalado en los bajos o sótanos, donde hacían la colada los vecinos. En las típicas cestas de mimbre era subida a la zona superior de la casa, dividida en parcelas donde instalar las cuerdas para tender la ropa. Esto se acabó hace treinta o cuarenta años, con el rescate de aquel espacio del subsuelo, para dedicarlo -como cualquiera puede verificar- a pequeños comercios, boutiques de moda portátil, bares de madrugada u oficinas. Hoy, las terrazas, azoteas, terrados (dicen los catalanes), ajerafes, verandas o platabandas tienen poquísimo provecho. Por cierto, aunque a todos, o la mayoría, nos sean familiares las dos últimas palabras, no se sabe qué misterioso accidente las tiene fuera del Diccionario de la RAE, cuyos errores nos complacemos en señalar con el dedo, desvergozadamente.La terraza correspondía a la cultura y modus vivendi que nos dejaron nuestros tíos, los árabes, tan sabios, acertados y prácticos en el acomodo del ser humano al medio ambiente. Desprovista de la principal función, esa zona ya es muy poco usada, como resultan ornamentales e inútiles las balconadas al aire libre que, poco a poco, los inquilinos tienden a cubrir, ganando unos metros habitables. Esto se realiza, por asombroso que parezca, a espaldas del Ayuntamiento. Hasta hace poco, según conocí en su día, los guardias municipales andaban ojo avizor para sorprender al munícipe que cerraba un balcón o una terracita particular. Estaba prohibido, no se sabe por qué. Incluso uno de esos helicópteros que zumban sobre nuestras cabezas fisgoneaba para descubrir a quien perpetrase cualquier obra menor que no contara con la solicitud de permiso correspondiente que, como el lector menos avisado puede deducir, era casi siempre negada.

Lo cierto es que las terrazas han ejercido siempre una engañosa fascinación entre los habitantes de Madrid, sobre todo entre las parejas jóvenes, la gente moza, en general. Hace algún tiempo dejo vagar la vista por los edificios al otro lado de la amplia calle donde vivo. Pocas novedades y una sensación desangelada durante los fines de semana, pues casi todos albergan oficinas, inertes durante esos días. Pero hay un lugar, en el remate de la casa de enfrente, que da señales de vida. Tiene todo el aire de ser lo que los americanos llaman penthouse; el caso es que cambia con frecuencia de inquilinos. La mayoría de los inmuebles circundantes son reliquias de la fórmula del alquiler.

No niego que -hace años de esto- alimenté la esperanza de que las primeras ocupantes de aquel lugar alegraran mis viejos ojos: dos muchachas, de atractivo aspecto, que podían ser azafatas, ejecutivas o altas empleadas en el comercio o la Administración. Los signos vitales -después repetidos- consistieron en la aparición de grandes macetas con arbustos, un paramento de marquetería para que trepase la enredadera y, llegado el buen tiempo, un gran parasol, varias tumbonas y una mesa de jardín. Imaginé los planes de aquellas chicas. Y los de la pareja que las sustituyó meses después. Durante los intervalos desaparecía el mobiliario, reemplazado por otro, casi exactamente igual. Rara vez fue usado el recinto que tantas ilusiones despertara. En la época fría, nadie asomaba las narices. Al presentarse el calor, gran despliegue de toallas multicolores e instalación de una manguera refrescante. Alguna noche, reunión de amigos, en cenas hasta poco más allá de la medianoche. No tardé en comprobar que se marchaban casi todos los viernes y se levantaban pronto en día de labor.

Apenas echo una distraída mirada al original cañizo que apareció este año, además de las plantas, toallas y demás. No vi figura humana. Parafraseando a Fernán-Gómez, las terrazas no son para el verano, sino exclusivamente para secar sábanas. Nuestro clima africano impide cualquier otro uso.

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