La ley del número
En el Derecho no hay reactivos químicos, ni microscopios, ni aceleradores de partículas. El jurista no dispone nada más que de la palabra. Ésa es su única herramienta para analizar las relaciones humanas y dar respuesta a los conflictos que se plantean en la convivencia entre unos y otros.El Derecho es, por tanto, la más frágil de todas las áreas del saber. Y es, sin embargo, con mucha diferencia, la que más incidencia tiene sobre nuestra vida, ya que ninguna otra afecta de manera tan directa y con tanta intensidad a nuestra libertad personal y a la valoración de nuestra dignidad por los demás.
Justamente por eso, porque el Derecho sólo dispone de la palabra y porque a través de la misma se tiene que dar respuesta a conflictos entre seres humanos de carne y hueso mediante la decisión de otros seres humanos, también de carne y hueso, que ofician como jueces, es por lo que el progreso científico en el mundo del Derecho se ha expresado siempre en la afirmación de criterios y técnicas de objetivación del razonamiento jurídico, con la finalidad de, en la medida de lo posible, reducir el subjetivismo y suprimir la arbitrariedad.
Así ha sido en todas las ramas del Derecho. Pero en el Derecho Penal más que en ninguna otra. Y en la valoración de la prueba de cargo destructora de la presunción de inocencia más que en ningún otro momento en el proceso penal. La inter-subjetividad del conocimiento, es decir, la objetividad del mismo como consecuencia de que todas las personas adecuadamente preparadas entienden lo mismo ante una determinada proposición, que es el canon de cientificidad de las ciencias de la naturaleza, se debe procurar alcanzar también en el Derecho en general y en el proceso penal en particular.
Esto es lo que late detrás de la doctrina del Tribunal Constitucional y del propio Tribunal Supremo sobre los principios que deben presidir la valoración de la prueba en el proceso penal. Principios que excluyen el recurso a intuiciones indemostrables o a convicciones puramente subjetivas. La valoración de la prueba debe descansar en las reglas de la lógica, en las máximas de la experiencia y en conocimientos susceptibles de ser expresados en términos objetivos de general aceptación.
Nada de esto se ha respetado en la sentencia dictada por el Tribunal Supremo en el caso Segundo Marey. La sentencia es larguísima, pero, en lo que a la valoración de la prueba de la participación de José Barrionuevo y Rafael Vera se refiere, la argumentación jurídica acorde con las exigencias científicas y metodológicas del Derecho constitucional-penal contemporáneo es prácticamente inexistente.
Más aún. En determinados momentos es aberrante. La valoración de la llamada a la Cruz Roja y, sobre todo, la explicación de la interrupción de la prescripción suponen trasladar al proceso penal del Estado de derecho la forma de argumentar típica de la jurisdicción militar en los supuestos de aplicación del Estado de Sitio de nuestra historia predemocrática. Realmente, resulta difícil entender que nadie con un mínimo de formación jurídica, de serenidad y de rigor intelectual haya podido poner su firma detrás de una argumentación de este tipo.
Pero así ha sido. Tras la sentencia no hay nada más que la ley del número. José Barrionuevo y Rafael Vera han sido condenados porque siete son más que cuatro. Pero nada más que por eso.
A pesar de ello, la sentencia es del Tribunal Supremo, que, en el Estado definido por la Constitución, es "el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en materias de garantías constitucionales."(art. 123 C.E.).
La sentencia tiene, en consecuencia, que ser acatada y respetada. Pero la obligación de acatamiento y respeto no sólo no es incompatible, sino que presupone el derecho a disentir de ella y a criticarla públicamente. En nuestro derecho a disentir y a criticar públicamente las resoluciones judiciales está el fundamento de nuestra obligación de acatarlas y respetarlas y no a la inversa. Espero que en esto, al menos, esté de acuerdo conmigo Javier Pradera.
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