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Los impuestos y la moral colectiva

En un libro publicado en 1991, y por tanto, escrito durante la era Reagan, el profesor Jack A. Goldstone examinaba los procesos que habían dado origen a las grandes revueltas y revoluciones de la edad moderna, y llegaba a la conclusión de que los imperios que se habían venido abajo ante el impulso revolucionario eran Estados que no recaudaban suficientes impuestos. La idea de que la decadencia de los imperios proviene de su incapacidad para asumir los crecientes gastos que implica su condición, por supuesto, no era nueva. Pero Goldstone le daba la vuelta a partir del análisis de las revoluciones sociales que había realizado Theda Skocpol en 1979: el problema no era el volumen de los gastos, sino que las clases dominantes (terratenientes) de estos países habían impedido el desarrollo de un sistema fiscal capaz de sufragarlos.Goldstone no pretendía que los imperios fueran buenos, sino que argumentaba la necesidad de sistemas fiscales suficientes para las funciones estatales. Si crecían los gastos militares (lo que probablemente es malo) y no se incrementaban los recursos fiscales, la consecuencia previsible era el deterioro de las infraestructuras y los servicios públicos, y a medio plazo, la deca-dencia económica. El argumento era interesante porque subrayaba la forma en que al defender sus intereses inmediatos una clase social podía estar cavando su tumba, y porque constituía un curioso alegato contra la dinámica de reducción de impuestos que había introducido Reagan. Como era bastante esperable, sin embargo, la tesis de Goldstone no tuvo entonces excesiva repercusión: cabe imaginar que fue más un síntoma que una causa del cambio de clima social que condujo a la victoria de Clinton en 1992.

El razonamiento, discutible o no, tiene aún actualidad porque parece probable que una dinámica de reducción de impuestos sea difícilmente reversible sin un sentimiento colectivo de crisis. Cuando las cosas van bien, las clases medias confían en que el incremento de renta disponible les permitirá encontrar en el mercado alternativas a los servicios públicos si éstos se deterioran. Los excluidos y las familias de rentas más bajas normalmente carecen de recursos organizativos para responder a ese deterioro, y su malestar puede resultar imperceptible si no se produce un recorte frontal de las prestaciones sociales mínimas. Si además el descenso de los impuestos incluye una elevación significativa del mínimo exento, pueden incluso experimentar una ligera mejora a corto plazo.

Cuando las cosas vienen mal dadas, en cambio, las clases medias pueden replantearse su posición. Después de que Bush ya hubiera subido los impuestos (en abierta contradicción con lo que los ciudadanos habían creído leer en sus labios), y en medio de una abierta insatisfacción por la marcha de la economía, Clinton no tuvo demasiados problemas para introducir otra subida. Ahora bien, el ejemplo de Estados Unidos y del Reino Unido tras la experiencia neoconservadora también permite observar que la susceptibilidad fiscal de los ciudadanos crece muy significativamente una vez que en la agenda política se ha introducido el recorte impositivo como algo posible y deseable. No hay que dar muchas explicaciones para bajar los impuestos, excepto quizá a algunos economistas quisquillosos, pero hay que cargarse de razones para subirlos.

Por todo ello, un gobernante responsable se lo piensa dos veces antes de subir los impuestos. Tanto Clinton como Blair han hecho punto de honor el control del gasto público: la apuesta es conseguir mayor eficiencia de los servicios públicos con recursos limitados, antes que aumentar éstos. Es un propósito sensato y encomiable, pero a la vez plantea algunos interrogantes. Por ejemplo, el de hasta qué punto es posible acometer reformas en profundidad de los servicios públicos, para mejorar su eficiencia, sin dotarles de nuevos recursos. ¿Se puede evitar, por ejemplo, la desmoralización de los enseñantes si no sólo se mantienen congeladas sus remuneraciones, sino que a la vez se les somete a un continuo escrutinio crítico? ¿Pueden asumir nuevas formas de educación y de organización de la enseñanza sin que se incrementen los recursos públicos a su disposición? Los laboristas británicos parecen creer que no, y acaban de anunciar un abrumador programa de inversiones en paralelo a la reforma del sistema.

Generalizando, el problema puede ser doble. Por una parte, al priorizar la bajada de impuestos y la reducción del gasto, se puede producir un deterioro de los servicios públicos, y ante su mal funcionamiento es casi inevitable que culpabilicemos a los trabajadores, cuyo rendimiento difícilmente puede mejorar en ausencia de incentivos. Con ello, el posible malestar social encuentra un chivo expiatorio, pero la solución del problema se aleja: un colectivo desprestigiado no sólo se desmoraliza, sino que encuentra cada vez más dificultades para atraer a gente valiosa y vocacionalmente preparada. El resultado, en el caso de la enseñanza pública, puede ser una espiral de insatisfacción que acentúe la búsqueda de instituciones competitivas a expensas de los niveles educativos de la sociedad. El ejemplo norteamericano revela bien que las instituciones de élite no compensan a un país de la caída de los niveles medios de enseñanza: la excelencia de aquéllas va acompañada de malos resultados colectivos, y esto, a su vez, repercute en problemas de empleo (o de caída de salarios) y de competitividad económica. En este aspecto, como en el de la ausencia de inversiones públicas en infraestructuras, se abre el camino del estancamiento económico.

Pero, por otro lado, hay algunos campos en que los problemas de financiación pueden conducir a un salto cualitativo en el sistema. El caso del sistema de pensiones es muy evidente: si se mantiene el sistema sin financiación suficiente por un cierto periodo, se puede crear un déficit que haga plausible su desmantelamiento, reduciéndolo a un sistema público de mínimos que los ciudadanos de rentas medias-altas podrían completar con sistemas privados. Éste sería un caso espectacular de cambio de modelo de sociedad, en un sentido muy regresivo, producido mediante medidas incrementalistas: reducciones mínimas de la financiación. Tanto en este caso como en los de simple deterioro de los servicios públicos, se perjudica finalmente no sólo a las rentas bajas, sino también a la mayor parte de las mismas clases medias a las que en un primer momento beneficiaría una menor presión fiscal.

Convertir la bajada de los impuestos en objetivo prioritario de la política económica, por tanto, es una opción sobre lo que es y debe ser la moral colectiva, incluso si los impuestos vuelven a subir, por su efecto sobre los valores sociales. Las personas pueden sentirse individuos aislados, consumidores que buscan soluciones eficientes a sus problemas en el mercado y recurren al Estado (como un proveedor más) si éste se las ofrece. O pueden sentirse ciudadanos, miembros de una comunidad política que contribuyen a ella con sus impuestos, exigiendo al Estado, por supuesto, que haga un uso eficiente de ellos y les proporcione servicios públicos satisfactorios. Cuando el principio social prioritario es contribuir lo menos posible, eludir responsabilidades en lo público, se está renunciando a vivir en una comunidad de ciudadanos. Quizá por eso la quiebra de los imperios siempre ha venido acompañada de un clima social de cinismo y malestar, de descomposición de la moral colectiva.

Ludolfo Paramio es profesor de Investigación en el Instituto de Estudios Sociales Avanzados.

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