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Conversión

Enrique Gil Calvo

La recta final de este curso político está resultando vertiginosa. Ahí es nada, en tan sólo quince días, la inesperada defenestración del todopoderoso portavoz del Gobierno, el encarcelamiento de la plana mayor del Egin por el juez Garzón, la solemne firma de la paz entre Polanco y Villalonga tras un año entero de virulenta guerra digital y, por si esto fuera poco, la sentencia del caso Marey, que sutura institucionalmente una etapa de la historia española gangrenada por el asunto de los GAL. Los malpensados afirman que aquí hay gato encerrado, pues parece evidente que tanta coincidencia no puede ser casual. Y desde luego no les falta razón, en la medida en que, si se profundiza un poco, todo está relacionado. Pero, probablemente, el acontecimiento central de este mes de julio, situado en el epicentro político, es sin duda la conversión de Aznar.La versión oficial, propagada por el propio presidente del Gobierno en su conferencia de prensa del miércoles pasado en Ankara, es que asistimos al inicio de "un nuevo ciclo político". De modo que, aunque el presidente no se hallase camino de Damasco, su conversión es en todo lo demás comparable a aquella otra, tan célebre, de Pablo de Tarso. ¿Y cuál es la nueva fe que acaba de abrazar el jefe del Gobierno, tras abjurar de sus pasados errores sólo atribuibles a la equivocada influencia de su valido de cámara? Evidentemente, el centrismo con rostro humano. De ahí que se nombre portavoz al imberbe Piqué, que se intente silenciar a Cascos, que se pida a Villalonga que pacte con Polanco y que, tras la sentencia Marey, se ofrezca a la oposición un nuevo trato mucho más civilizado (como insinuó Aznar en La Moncloa a los portavoces de sus coaligados nacionalistas).

Las razones que explican este presunto giro centrista están meridianamente claras, pues no son otras que las negativas encuestas electorales que obran en poder de Moncloa. Pero para romper el empate técnico con el PSOE y enfrentarse al doble efecto Maragall y Borrell, hace falta algo más plausible que un inverosímil efecto Piqué. En realidad, esta nueva imagen centrista que pretende ofrecernos Aznar no resulta por ahora creíble en absoluto. Para serlo, haría falta ante todo una rectificación en toda regla que reconociese públicamente los errores cometidos (guerra digital, abusos del poder, etcétera). Pero parece evidente que esto no se ha hecho ni se piensa hacer jamás. Y además de eso, las pruebas formales de ese nuevo centrismo gubernamental deberían ser efectivas en vez de ficticias, como hasta ahora sucede.

En efecto, a juzgar por su ejecutoria en Industria, Piqué aparece sometido al caciquismo de Cascos en asuntos tan sospechosos como la minería, que de nuevo están detrás de la defenestración de Julio Segura en el INI y del conflicto con Marqués en Asturias. De ahí que, con Rodríguez o sin él, el hombre fuerte del Gobierno siga pareciendo Cascos mucho más que Aznar. Por ejemplo, el que Arzalluz prefiera como interlocutor privilegiado a Cascos antes que a Mayor Oreja explica que Aznar sea incapaz de pactar con el Partido Nacionalista Vasco la política antiterrorista, debiendo tolerar impotente el manifiesto confederal que sus coaligados han formulado en la Declaración de Barcelona. Por lo demás, la manipulación de la Justicia continúa, con la fiscalía general actuando a favor del magistrado encausado en el Supremo por presunta prevaricación. Y por lo que hace a la paz digital, la buena imagen del Gobierno sólo será creíble cuando deje de intentar crear su propio grupo mediático con dinero de Telefónica, que amenaza con arrasar en otoño el panorama de la radiodifusión española.

Bienvenida sea toda nueva imagen que respete sinceramente las formas democráticas. Pero si se esgrime para tapar la continuación del sectarismo y el abuso del poder, maquillado con un barniz de urbanidad, es seguro que fracasará de nuevo. En cualquier caso, la incógnita se despejará en breve, pues en octubre se verá el grado de sinceridad de Aznar en su conversión al centrismo con rostro humano.

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