El laberinto vasco
Cuando Teseo se adentró en el laberinto de Creta, lo hizo convencido de dos cosas: de que podría derrotar al Minotauro y de que sería capaz de encontrar el camino de salida. Mientras se aproximaba a la espantosa construcción, es probable que la segunda cuestión le preocupara más que la primera. Para enfrentarse con el monstruo confiaba en sus propias fuerzas; no tuvo que recurrir a medidas extraordinarias: a bebedizos que le volvieran invisible, a pociones que aumentaran su fuerza, a pócimas que envenenaran sus armas. Pero salir, eso era otro cantar. De hecho, no lo hubiera logrado de no haber recibido la ayuda de Ariadna en forma de un ovillo de hilo mediante el cual pudo desandar el camino que le había llevado hasta lo más profundo del laberinto. La misma historia se basa más en la peripecia derivada de encontrar el camino de salida que en el enfrentamiento con el Minotauro. Se da por hecho que alguien, algún día, acabaría con la fiera; pero su destructor, incapaz de encontrar la salida, encontraría su final en el laberinto. Algo parecido nos ocurre aquí. Lo más difícil no es enfrentarse al monstruo de la violencia y la intolerancia que acecha en el laberinto; lo difícil es no perderse en su interior, entre sus miles de pasadizos, entre sus callejones sin salida, entre sus salas todas iguales. Puede ser complicado ganar, pero para combatirlo no es preciso recurrir a medios extraordinarios. Los recursos con que contamos son los buenos viejos recursos del diálogo democrático, la confrontación tolerante, el respeto a la dignidad de todas las personas, la confianza en la razón ciudadana, la responsabilidad personal y colectiva en la marcha de la cosa pública, el respeto al principio de realidad, la asunción del carácter procesual de la historia humana. Son recursos poderosos. Lo difícil es moverse por el laberinto. No hay hilo del que podamos tirar para ir deshaciendo la madeja vasca. Lejos de acercarnos a la salida, cada hilo que seguimos nos introduce más en el laberinto. Cuando creemos haber dado con un extremo y aferrados a él iniciamos el camino, pronto nos encontramos con algún nudo que dificulta nuestro avance. Cuando eso ocurre, cortamos con rabia el nudo, rompiendo así el hilo que nos había guiado hasta ese momento. Tal vez la solución estribe en aceptar ese entrecruzamiento de hilos. Tal vez el error consista en creer que existe una única madeja de hilo suave y terso, sin tirabuzones, ondulaciones, rizos o nudos. Tal vez el error anide en la tentación de dar con el hilo que nos permita avanzar, rápidos y sin vacilaciones, escogiendo siempre el pasillo correcto. En los años cincuenta el filósofo polaco Leszek Kolakowski escribió un elogio de la inconsecuencia, considerada como intento de engañar a la existencia, que una y otra vez nos coloca en situaciones alternativas ante dos puertas, cada una de las cuales es exclusivamente una entrada que no permite volverse atrás. Esos intentos de evitar la fatal alternativa entre valores antagónicos a que nos aboca la existencia no deben ser considerados como efectos de una suerte de desorden pasajero en la vida humana (desorden que, por tanto, quedará eliminado al surgir una nueva era), sino como consecuencias de la misma naturaleza de la realidad humana, construida sobre antinomias que no podemos destruir si no es a costa de destruir la propia realidad humana. "Podemos escapar a las antinomias -concluía Kolakovski- mediante la inconsecuencia y aceptar ésta como una parte del destino humano universal, a fin de no tener que negar definitivamente algo que consideramos valioso sólo porque otra cosa que también es valiosa se encuentra en permanente contradicción con aquello". Tal vez no exista ovillo sino trama, red, entrecruzamiento de hilos. Tal vez el error estriba en pretender abandonar el laberinto. Tal vez nuestro destino sea convertirnos en habitantes conscientes del laberinto o, lo que es lo mismo, en protagonistas de la historia real.
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