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Las facciones siguen vivas, aunque en crisis

Xavier Vidal-Folch

El destino de Japón se juega mañana, en manos de las facciones o clanes del Partido Demócrata Liberal (PDL). Son ellas las que durante cuatro décadas han sacado de sus chisteras, enfrentándose y aliándose, el nombre del primer ministro. Galvanizadas en torno a ancianos samuráis de la política, son meros grupos de poder. A diferencia de las corrientes de la difunta Democracia Cristiana italiana -inevitable referencia-, carecen de vertebración ideológica.En el tinglado llamado JapónSA, encabezado por altos burócratas, grandes corporaciones industriales y políticos, a éstos les tocó en suerte el papel de encarnar la red de mando territorial. Cuando llegaban al Gobierno, los viceministros -de carrera funcionarial- eran quienes tomaban las decisiones. Los políticos daban la cara.

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A cambio, eso sí, de mimar su feudo territorial, subvencionando sin tasa y garantizando la estructura permanente de un equipo fiel, la facción. Ésta tiene cuatro funciones. Primera, distribuir el dinero, legal o negro, a los protegidos locales. Segunda, apoyar al candidato territorial antes y después de las campañas, asignando los fondos presupuestarios convenientes en cada momento a sus distritos, sobre todo para obras públicas. Tercera, distribuir los cargos ministeriales de forma equitativa, según la regla de la experiencia: el número de veces en que cada político ha sido elegido, lo que privilegia la fidelidad sobre la calidad y el riesgo. Cuarta, lograr que el líder del clan se encarame a la jefatura del Gobierno, clave de bóveda que alimenta el sistema.

Las facciones todavía han funcionado en esta ocasión, aunque sea a trancas y barrancas -existen cuatro organizadas y los restos de otra, moribunda-, pero, sometidas a la ley de los rendimientos decrecientes, se abocan al desguace. ¿Por qué?

Porque en 1996 cambió la ley electoral. Se optó por la elección mayoritaria (a la británica) para los distritos antes regidos por el sistema proporcional (a la española). El cambio empezó a primar las capacidades personales y el gancho popular de los candidatos sobre su ciega y disciplinada obediencia a las órdenes del clan, si se quería conseguir el acta. La lealtad se debe ahora a los electores (sólo uno de cada cinco vota al PDL) más que al aparato faccional. La modificación legal ha provocado cierta irrupción de la juventud en las listas conservadoras, que ahora exhiben algún aroma, aún minoritario, de rebeldía.

Adicionalmente, el fin de la época de las vacas flacas ha puesto en cuestión la eficacia de nuevas obras públicas, cuando además el parque existente roza la saturación. Para estimular la demanda se prefieren otras fórmulas, como la reducción impositiva. Disminuye así la posibilidad de repartirse favores cruzados entre los niveles local y central del poder. Entra en barrena el intercambio feudal entre protección y lealtad. Es el definitivo adiós a la política-kabuki, como ironiza el comentarista Akihisa Nagashima, empleando la metáfora del teatro popular nacional.

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