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La palabra sospechosa

La palabra de los poetas, de los novelistas, de los ensayistas, vale decir, la palabra creativa, es sospechosa. Los poderes establecidos la miran con desconfianza, con invencible distancia. ¿Por qué? Porque es una palabra libre, no comprometida, que no se somete a la manipulación de los medios o a la tiranía del mercado. Es lo que ha venido a decirnos en estos días José Ángel Valente, uno de los grandes poetas de la España actual y uno de los más atentos, debido, supongo, a su condición de casi chileno de adopción, al desarrollo de la literatura en esta parte del mundo. Ha retrocedido, pues, la verborrea televisiva, y se ha escuchado, en un ámbito confidencial, como corresponde, y en un horario extravagante inventado por profesoras de literatura, la voz de un creador de lenguaje y de una persona que piensa.El contraste entre el bullicio y la sordina, entre la vociferación ululante, con las gargantas rotas, y la sosegada meditación compartida con un puñado de profesores, escritores, estudiantes, ha sido extraordinario. Como los muros de la sala de conferencias eran de un austero ladrillo sin revocar, evocador de subterráneos o de catacumbas, he pensado en la atmósfera amenazada, conspirativa, de las reuniones de los primeros cristianos. Afuera, muy cerca de nosotros, se escuchaba el ruido trepidante del centro de la ciudad, las sirenas de la policía, los gritos, el rugido de las fieras del circo. Valente, sin inmutarse, hacía proyectar en una pantalla dos ángeles transitorios dibujados por uno de los visionarios de la pintura contemporánea, Paul Klee. Uno de los ángeles, con ojos espantados, miraba el espectáculo de la destrucción del pasado. Era un ángel gordo, entre infantil y de pesadilla, de extremidades retorcidas, difuso. El otro, con las grandes alas azules plegadas y con ojos de paloma, parecía estar en espera: de algún apocalipsis, de la aparición del Mesías por algún resquicio insospechado. Si entendí bien, ya que el poeta, como para confundir a los comentaristas deportivos, lee su texto en el diapasón de los confesionarios, aquellos ángeles eran transitorios porque se reunían en coro para cantar la gloria celestial, en vísperas del fin de los tiempos, de acuerdo con viejas tradiciones judías, y enseguida regresaban a la nada de la que habían salido hacía muy poco.

Según el poeta, nos encontramos en este fin de milenio expuestos al peligro de caer en la peor de las esclavitudes. Las amenazas de las ideologías totalitarias, de los fascismos y los socialismos reales, han sido reemplazadas por el espectro de la mundialización. Estaríamos gobernados por una masa monstruosa de capital financiero que se transa todos los días y que sólo está destinado en menos de 1% a fines productivos. Los que manejan detrás de bambalinas esta peligrosa hidra no son personas que hayamos elegido y que se propongan representarnos. Detrás de ellos, de los especuladores sin cara, se abriría un segundo círculo de este infierno moderno o posmoderno: el de los manipuladores de los grandes medios de comunicación, capaces de provocar los movimientos de las masas, sus gustos y sus hábitos de consumo. Hemos observado el poder de los medios masivos en estas semanas de fútbol y no podemos negar que es inquietante. Valente piensa que después de los especuladores y de los comunicadores vienen los políticos, a quienes nosotros, por lo menos, tenemos la posibilidad de elegir y de controlar en alguna medida, pero cuya autoridad real, frente a las otras fuerzas de las sociedades de hoy, resulta más bien ficticia, de fachada.

Valente sostuvo en su charla que el socialismo español, que utiliza con gran desparpajo el nombre de "partido socialista obrero", hizo en la práctica, durante el largo periodo en que estuvo en España al frente del Gobierno, una política neoliberal enteramente ortodoxa. En buenas cuentas, no habría verdaderas alternativas. El mundo, más allá de algunas diferencias superficiales, estaría dominado por el pensamiento único. Nuestros jóvenes, al negarse a ejercer sus derechos de ciudadanos, intuirían esta situación mejor que nosotros. No habría otro refugio que la palabra poética: el recurso a la interioridad y la creatividad como antídotos contra las imágenes masivas, externas, condicionadas.

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Milenarista sereno, de dicción pausada y apagada, Valente es un gran conocedor de los poetas místicos españoles. También ha estudiado a los contemplativos de la especie de Miguel de Molinos. Y por momentos me hace recordar textos de Unamuno leídos en la adolescencia, aun cuando él, Valente, es bastante mejor poeta. No sé si ha leído a nuestro Manuel de Lacunza, pero debería leerlo y completar así su educación chilena. Lacunza, denunciante apasionado de las corruptelas de su época, expulsado de Chile junto a sus compañeros jesuitas, imaginaba una bestia apocalíptica llameante escondida en los primeros contrafuertes de la cordillera. También veía una lluvia de hostias consagradas, cada una con una gota de sangre en el centro, sobre la pecadora ciudad de Santiago de Nueva Extremadura.

Yo no comparto del todo el fatalismo político de mi amigo José Ángel Valente. Pienso, por ejemplo, que los años recientes del felipismo, con todos sus defectos, provocaron una notable renovación de la cultura española, en la acepción más amplia del término. Puede que fuera un periodo excesivamente largo, pero España descubrió los grandes valores democráticos europeos, las libertades públicas, los derechos humanos. Entre el país de la salida del franquismo y el de ahora hay diferencias abisales. En Chile, para desgracia nuestra, estamos todavía muy lejos de haber presenciado una renovación semejante. Habría que preguntarse por qué. En cualquier caso, escuchar de vez en cuando la voz de un poeta enfrentada al mundo de hoy, en flagrante contraste con la orgía de los lugares comunes, es un ejercicio en extremo saludable. Yo he salido de la catacumba universitaria con algo de hambre, debo reconocerlo, ya que no tengo el hábito de escuchar conferencias a las dos de la tarde, pero con una mirada diferente sobre las cosas. Y lo que nos amenaza, en definitiva, en vísperas del milenio próximo, es la abolición de las diferencias, el reino de la mortal uniformidad. Los Lacunzas, los Valentes, los Miguel de Molinos, vuelven a ser estrictamente necesarios.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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