Viajeros
China planea sobre el País Vasco, traída en la nave espacial que es el Guggenheim. Durante siglos ese nombre significó la leyenda, el país legendario en que la seda y el oro empedraban las calles. Marco Polo inflamó las mentes occidentales con sueños exóticos y Cristóbal Colón marchó para los mares convencido de hallar el camino a la mítica Catay. Los mandarines de largas coletas, las damitas de pies minúsculos y uñas desmesuradas, las delicadas pagodas, era cuanto ocupaba la imaginación al mencionar el Lejano Oriente: el país ha dejado atrás la revolución maoísta y camina a pasos agigantados hacia el capitalismo más salvaje, pero las imágenes continúan intactas, evocando un mundo frágil y quebradizo, como sus propias acuarelas. Con esta exposición llega la oportunidad de matar tópicos: pocas cosas molestan más a los pueblos que las ideas habituales tejidas en torno a ellos; la irritación, y también la condescendencia, surgen ante los extranjeros que piden ver un tablao flamenco en Vitoria, o que, convencidos de solicitar el plato típico, piden paella se encuentren en el Norte o en Levante. Resulta sorprendente contemplar cómo los Sanfermines han sido reinterpretados, cómo han tomado un significado muy distinto desde Hemingway y su Fiesta; el mito local, unos hombres de blanco y rojo que prueban su valor ante unos toros salvajes, rito con todo tipo de connotaciones, ha dejado paso a la ciudad excesiva, de desenfreno y euforia, en que se convierte Pamplona en esos días. Y aunque el turista intuya que esos toros tengan poco que ver con las corridas típicas, un nuevo tópico ha sustituido al anterior. Y siempre son los ritos sangrientos, las crueldades, las que impresionan al extraño: no se olvida un encierro, del mismo modo que nos acompaña constantemente la imagen de los zapatitos bordados en los que las mujeres chinas encerraban sus pies deformes. San Sebastián arrastra su fama de aristocrática distinción. Vitoria, la de mantener al exterior la cortés hostilidad de una ciudad burguesa. En Bilbao son fanfarrones y prepotentes, y, en todas partes, las grandes comilonas, la juerga y el orgullo un poco ingenuo caracteriza al vasco. Llevará tiempo desmontar esas ideas y sustituirlas por juicios más ajustado; al menos, Heminway no dejó opiniones demasiado atrayentes sobre ninguna las tres ciudades. Sólo se ha de demoler la idea de que los de Bilbao gustan de toros enormes, a los que aprecian más que a los toreros. Aún siendo conscientes de los tópicos, exige un esfuerzo acercarse con la mente libre a otros lugares. China, contaban en los colegios, inventó la pólvora, la imprenta, el papel y ofrece delicados paisajes de montañitas que hacen dudar de que exista una sola planicie en toda su extensión; es cierto. Pero también los es que se presenta ahora la oportunidad de atisbar la peculiar mentalidad de un inmenso país con una tradición burocrática milenaria, con una concepción radicalmente distinta del arte; su abstracción, la poca importancia del yo frente al individualismo occidental, la sorprendente sensación de modernidad en la caligrafía mezclada con las pinturas, el brusco salto al realismo socialista y la incesante repetición del líder, como icono de salvación, y la dependencia, difícilmente remediable, de Occidente; imposible simular el desconocimiento. A partir de ahora, China sólo podrá emular o rechazar el Oeste. Los apacibles tiempos de las cascadas en sus acuarelas han desaparecido. En una de las mesas de la exposición hay un hermoso álbum de láminas casi redondas, con la forma que tendría un paipai, ocres, menudas. En una de ellas, una figura vuelta de espaldas, (¿un hombre, una mujer?), envuelta en seda blanca, parece alejarse, en el centro del dibujo, suspendida en el aire; pese a los cuidados dibujos de flores, que recuerdan a las láminas botánicas occidentales, pese a la extraña sensación de los paisajes verdes sobre fondo dorado, o la falsa impostura de los héroes de la revolución, esa figura resulta, con mucho, la más inquietante de toda la muestra; la que implica el misterio, la incomprensión absoluta de un lenguaje ajeno, de un mundo desconocido; la realidad a la que, conscientes de los engaños de la apariencia, deben aspirar los auténticos viajeros.
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