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Música de mercado

"¿Conoces el festival de Lockenhaus? Deberías ir". En los últimos años me han repetido este consejo en las circustancias más insospechadas, siempre a media voz, como un secreto compartido, sin ofrecer ninguna explicación del porqué. Tenía la misma sensación de esas transmisiones boca a boca, casi sectarias, que se producen con algunas novelas o películas que rozan el placer de lo escondido.Lockenhaus se había convertido para mí en una obsesión. Sabía vagamente que era un festival marcado por la impronta del violinista Gidon Kremer y poco más. Nadie quería darme pistas adicionales. "Deberías ir", me volvían a insistir buenos amigos austriacos e incluso españoles. Hace unos meses me pusieron en la mano un programa con la edición del 98. La austeridad era total. Se limitaba a las fechas, horas, lugares -una iglesia, un castillo, una escuela-, compositores en residencia -"tres rusos de nombre Alexandre: Bakshi, Raskatov, Wucstin- y una lista de algunos de los instrumentistas que iban a intervenir. Ninguna referencia a los programas concretos de los conciertos, salvo la indicación de un trato preferente para Beethoven y Alban Berg.

La primera sorpresa que me llevé al llegar a Lockenhaus fue que las informaciones disponibles no eran más abundantes de las que yo tenía. El programa del primer concierto al que iba a asistir apareció escrito a mano en un tablón a la puerta de la iglesia poco antes del comienzo. Se trataba de una matinal italiana, con obras de Maderna, Bellini o Nino Rota. ¡Qué sorpresa! ¿Y por la tarde? No se sabía aún. Había que esperar el proceso último de ensayos, la sintonía entre unos intérpretes que tocan todos con todos.

O probablemente intervendría en algún momento Gidon Kremer, pero ni siquiera eso era seguro. Los asistentes vienen al encuentro exclusivamente por la música, me decían, y confían en que los intérpretes no les van a defraudar. ¿Cuestión de fe? No. Simplemente, la evidencia de una actitud y de un espíritu diferentes hacia la música. La fidelidad y complicidad del público con la atmósfera creada no hacían necesarias más explicaciones. Era algo así como esos restaurantes que elaboran sus menús en función de lo que hayan encontrado en el día en el mercado. La música de mercado, se podría decir, emulando la expresión de cocina de mercado.

El festival de música de cámara de Lockenhaus comenzó en 1981 por iniciativa de Josef Herowitsch, cura de un pueblecito austriaco de 1.200 habitantes cercano a la frontera con Hungría. Desde el primer instante contó con la entrega entusiasta de Gidon Kremer. La idea era hacer música en pequeño formato con espontaneidad, humor, improvisación y un sentido directo de la comunicación. El repertorio tradicional convivía con el contemporáneo. Gubaidulina, Kurtág, Schnittke o Arvo Pärt, por ejemplo, se sentían aquí a sus anchas. Y hasta las ahora primeras figuras del escalafón musical se acercaban algún día por sorpresa por el placer de hacer música entre amigos. Lo cuenta Kremer en El oasis de Lockenhaus (Residenz Verlag, 1996), un libro donde se hace balance de los primeros 15 años. Por Lockenhaus han pasado desde Harnoncourt hasta Daniel Barenboim, Martha Argerich, Fischer-Dieskau o Quasthoff. Los nombres son en cualquier caso lo de menos. Lo que cuenta es el espíritu de hacer y vivir la música.

La orquesta de cuerda que actualmente ha cogido la antorcha del festival es la Kremerata Báltica, creada en noviembre de 1996 e integrada por 23 jóvenes músicos de Letonia, Lituania y Estonia. Kremer nació en Riga y, claro, mira hacia sus orígenes. O quizá sea una batalla frontal más frente a la rutina. De hecho, el festival tuvo después de su décima edición un año sabático para reflexionar sobre sí mismo. Reapareció reconvertido pero sin perder su alegría de hacer música. Con un presupuesto ridículo y sin una exuberante infraestructura hotelera, Lockenhaus tiene un club de incondicionales para los que la música es, por encima de todo, un acto de intimidad y una experiencia compartida. El espectáculo es secundario. En fin, otra cultura.

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