Las cosas, en su sitio
¿Qué está ocurriendo en Cataluña? Muchos ciudadanos residentes en otras comunidades deben formularse, inquietos, esta pregunta, a la vista del fragor declarativo y mediático procedente de Barcelona; a la vista, sobre todo, del manifiesto suscrito hace unas semanas por decenas, quizá cientos, de conspicuos intelectuales en el que denuncian una situación política cada día más preocupante y hablan de marginación, de miedo, de imposición, de exclusión social y hasta de xenofobia. ¿Qué pasa, pues, en ese país que algunos describen ya como un trasunto de la Alemania de 1933?En Cataluña ocurren, naturalmente, diferentes cosas. Por una parte, empieza a oler a elecciones autonómicas y, por primera vez, se ha convenido en proclamar que existe una alternativa con posibilidades de victoria. Espoleados por esta hipótesis, todos aquellos que aborrecen -atención: no los que se oponen o critican, sino quienes aborrecen- el actual statu quo político han puesto en marcha un largo bombardeo de opinión contra las posiciones enemigas, un castigo artillero para el que cualquier munición es buena, desde la cuestión lingüística hasta el percance vacacional de dos familiares de Jordi Pujol. Y bien, están en su derecho.
Pero en Cataluña y con relación a Cataluña suceden también -o así me lo parece- fenómenos de mayor enjundia y calado que las impaciencias preelectorales de ciertos articulistas. Se observa, por ejemplo, una llamativa nostalgia del pacto constitucional y estatutario de 1978-79, seguida por la queja acerca del mal uso que una de las partes ha hecho de él o de cómo -según el Foro Babel- ha sido sigilosamente desvirtuado. ¿Desvirtuado? No, lo que la Constitución y el Estatuto han sido en estas dos décadas es desarrollados y aplicados, traducidos desde los principios abstractos (autogobierno, lengua propia...) a la concreción de leyes, decretos, reglamentos y disposiciones ejecutivas. Lo han sido, claro está, desde un determinado color político, con acentos y prioridades discutibles -los que las urnas han querido-, aunque, en los temas fundamentales, con un altísimo grado de consenso.
Entonces, ¿dónde está la ruptura, el supuesto abismo entre el benéfico pacto de la transición y la nefasta situación presente? ¿Acaso la legislación de la Generalitat, y en especial la lingüística, no ha pasado y sigue pasando por los exámenes y verificaciones de los órganos estatales competentes, que la han dado hasta hoy por buena? ¿O es que los firmantes de Babel comparten la original tesis que Federico Jiménez Losantos expuso el pasado día 7 desde su púlpito de la COPE, según la cual todas las medidas de normalización del catalán eran inconstitucionales, pero el Tribunal Constitucional no se ha atrevido a anularlas por miedo? Me pregunto si esa añoranza de los tiempos constituyentes no disimula la decepción de quienes, en Cataluña y fuera de ella, esperaban una autonomía poco más que administrativa, gestionada por partidos de disciplina estatal, que no aspirase jamás a sustituir guardias civiles por mozos de escuadra, ni a extender el conocimiento del catalán al conjunto de la población, una autonomía resignada a poseer una radio y una televisión antropológicas, como pronosticó José María Calviño... En resumen: ¡Qué bonito pacto hicimos veinte años atrás, y qué lástima que esos nacionalistas se lo hayan tomado en serio!
Éste viene a ser, expuesto con admirable franqueza, el mensaje que lanzaba en fecha reciente don Gregorio Peces-Barba -rector, ex presidente del Congreso y padre de la Constitución- cuando apostó por una gran coalición PP-PSOE para frenar los excesos nacionalistas y poner las cosas en su sitio. En su sitio, es decir, en armonía con el orden natural e inmanente: el castellano arriba, el catalán en su gueto -protegido, eso sí- y ninguna sombra sobre la unidad simbólica y sentimental de España. ¡Faltaría más!
Creo que es en este contexto revisionista o recuperacionista de las concesiones hechas y de las demasías toleradas desde 1978 donde se sitúa, consciente o inconscientemente, el documento del Foro Babel. Cuando sus redactores dibujan una división vertical de los ciudadanos de Cataluña entre catalanistas y españolistas, no están haciendo un diagnóstico: están formulando un deseo. Su anhelo es bipolarizar las actitudes político-identitarias de los catalanes, forzarles a escoger uno de esos dos campos, eliminando la infinidad de gamas y matices intermedios. Ello, con la esperanza de que, en el mapa resultante, el hemisferio catalanista sea el más pequeño.
Sin embargo, en Cataluña, a diferencia del escenario vasco, no puede invocarse el terrorismo, o la actitud ante los violentos, como catalizadores de ese decantamiento, como precipitantes de esa disyuntiva binaria. Por consiguiente, los impulsores de Babel decidieron recurrir a la lengua. Y, puesto que la situación sociolingüística del castellano en esta comunidad no tiene nada de alarmante, han decidido aderezar sus tesis seudobilingüistas -divulgadas ya antes sin demasiado éxito- con andanadas políticas, a ver si mezclando y confundiendo antipujolismo, izquierdismo, antinacionalismo y hostilidad a los lentos avances del catalán, logran llenar más sus redes.
Metidos ya en faena, los promotores del texto babélico no se paran en barras argumentales: cuestionan la legitimidad de una política nada más que porque no les gusta (sólo bajo sus criterios pueden los ciudadanos ser auténticamente libres y las instituciones realmente democráticas), aseguran que la política sobre la lengua ha de ser la expresión de la realidad lingüística existente en una sociedad determinada (pero ¿qué realidad?, ¿la de 1977, fruto de cuatro décadas de coacción dictatorial?), y lanzan un axioma que dejará en mantillas a Fukuyama y a Huntington, por lo menos: la identidad sólo se puede predicar de las personas individuales. Y punto.
Last, but not least, las señoras y los caballeros de Babel denuncian que, en Cataluña, los denominados españolistas -ellos, se supone- no están legitimados para ejercer cargos o funciones públicas ni tareas de responsabilidad cívica, social o cultural. Sin embargo, en sus filas hallamos abundancia de catedráticos, miembros de órganos consultivos de la Administración autonómica, editores, un decano, articulistas leidísimos... Es decir, personas que, con todo derecho, ejercen poder universitario, deciden qué libros podemos leer y cuáles no, y contribuyen a modelar la opinión pública desde muchas y potentes tribunas. Pues bien, si gentes en esta posición privilegiada se sienten parte de un colectivo discriminado y marginado, resulta lícito y razonable dudar de sus juicios sobre la realidad circundante.
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