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Contigo en la playa

Ha llegado el verano, ya sabe, esa época en la que ponemos el cerebro a broncear. O sea, abrimos el tarro -el otro-, cogemos un puñado de crema protectora, la extendemos sobre las meninges procurando no engancharnos en el tabloide o la lectura veraniega, que siempre sobresales un poco, y dejamos que el conjunto se chocarre hasta que no quede la más mínima expresión. Aunque la operación gana si se echa un chorro de aceite directamente a los sesos y se les pega fuego por abajo convirtiéndolos en barbacoa, porque de lo que se trata es de cerrar la cabeza por vacaciones si no por defunción. En los buenos tiempos, el periodismo solía sacarse de la chistera media docena de serpientes de verano a fin de mantener despierto al personal, o por lo menos hipnotizado. Hoy, la cosa no da para tanto. Cómo será, que en vez de serpientes hemos de tragarnos culebrones. Bueno, y esos lotes de columnas supuestamente refrescantes que producen más lipotimias que las paellas con grasa extra. Y si la cosa quedara ahí, vaya, pero las rotativas se ponen a escupir por plagas los inevitables relatos veraniegos menos para hacer el hipotético lector se los coloque de sombrilla que para hacerle creer que se ilustra. Lo único potable del periodismo veraniego residiría, pues, en su descubrimiento del saber humano. Desde que al más iluminado se le ocurrió que podía resultar mucho más edificante vérselas con un aula que con un mosquito o con unas chicas muy poco académicas -las propias- que no resistirían ni la playa más solitaria o la más radioactiva, que sería lo mismo de no mediar el consabido mirón isótopo, desde que, en suma, alguien patentó ese sucedáneo de la sangría que son las universidades de verano, los periódicos hablan de la deconstrucción de la hermenéutica postgadamericana como quien habla del rabo de las cerezas. Aspecto que no deja de resultar muy positivo ya que pone las cosas en su sitio al hacer del conocimiento humano algo tan imprescindible como los devaneos de la Mazagatos que toque. Y ahí es donde le duele. Las playas del periódico se llenan de veraneantes de ensueño que no por ello dejan de llevarse, con la toalla y la nivea, el amante o la gastroenteritis de turno demostrando que además de ser humanos también son estupendos. Así, se sabe de buena tinta que el príncipe de Zamundia, de veraneo en las playas de Troya, no cesa de lloriquear porque a su juicio todos le rodean el reino y le achacan y le acosan. Ni los reporteros más memoriosos recuerdan que haya habido en la Historia, príncipe más llorón ni que mejor haya sabido gobernar haciendo como que le gobernaban. A fin de consolarse, el príncipe quejica habría emprendido un crucero fastuoso. Navegaría hacia el sol naciente tal vez para propiciar que le nazca una santa alianza con dos argonautas gratinados también al perfume de Idiazabal. Por su parte, las hermanas Coloradas han decidido solazarse en escila y caribdis, repartidas, claro, entre ambos accidentes geográficos para mejor descansar de un año de agotadoras cohabitaciones, primarias sucesivas, secundarias decisivas, y sorpresivas partidas de sus mediante parejas divorciadas. Dicen que a una de las mayores le queda una asignatura pendiente pero se trata de habladurías ya que nadie les ha visto con apuntes. Tampoco con novio nuevo, pese a que se les viera en Pachá con un jeque que les requebró con mucha mano izquierda. En cuanto a los primos Autosatisfecho, han viajado a la Luna para poder jactarse de que no hay forma de conseguir más. Entre que no desgraven los lunáticos y ración de olivas con hueso estarían intentando privatizar la esfera selenita para sacarle un impuesto cuando esté llena y evitarse un marrón nada más mengüe. Por extraño que parezca, no perdieron las maletas en Barajas aunque sí un principado, pero no por culpa de un ordenador sino de un marqués. Y eso no es. Llega el verano y todo da igual, todo se paparazzea. Conque no veranee a locas o acabará en algo peor que el cáncer de piel: acabará en negrita de columnista.

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