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Tribuna
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El desconocido

Antonio Muñoz Molina

Incluso en la severidad de la Sala Segunda del Tribunal Supremo el calor de verano provoca una cierta lasitud, una desgana o un relajo de final de curso y vacaciones próximas. Americanas y corbatas han ido desapareciendo en los bancos del público: las acreditaciones de prensa cuelgan ahora del bolsillo de una camisa de manga corta, del cinturón de unos vaqueros. Debajo de las togas negras las letradas ya no llevan medias, y algunas calzan las livianas sandalias de verano. Incluso el presidente accede de vez en cuando a sonreír abiertamente, como esos directores que en los días finales del curso dejan un poco a un lado la seriedad del cargo.Como en las escuelas cuando llega junio, las sesiones son ya más cortas, y también se tiene la sensación de que la suerte ya está echada. Lo que sucedió en el pasado va importando menos que lo que sucederá dentro de unas semanas, cuando se dicte sentencia. Según han ido pasando los días y arreciando el calor, el pasado se alejaba también de una manera muy perceptible, en la misma medida en que se van desdibujando los testimonios de la noche del cuatro de diciembre de 1983, a la que ya nadie alude en las últimas sesiones, después de haberla querido reconstruir con tan imposible y minuciosa exactitud durante las primeras semanas del juicio. Hoy ni siquiera ha sido pronunciado el nombre de Segundo Marey, que se volvió tan borroso nada más abandonar la sala con sus hombros cargados y sus andares de enfermo, cada vez más espectro de su propia memoria, único y obsesivo habitante de aquel espacio de terror y oscuridad y de aquel tiempo sin horas ni días ni noches del que no parece que haya regresado nunca.

Ya no importa saber qué sucedió en una cabaña de pastores, en la ladera de un monte, en lo más crudo de un mes de diciembre, sino qué cosas se hablaron, se prometieron o acordaron en diciembre de 1994 en el despacho del director de un periódico, o qué conexiones se pueden establecer entre lo dicho, prometido o acordado en aquella reunión y la cadena de interrogatorios y encarcelamientos a que fue dando lugar el juez Garzón a partir de aquel día, con una determinación fría e inflexible no se sabe si de justicia o de revancha personal, o si es posible que de las dos cosas a la vez.

Pero está claro que aquí pisamos el umbral de otra historia que ya no es del todo la del secuestro de Segundo Marey: un día de enero de 1995, Juan de Justo, antiguo secretario de Rafael Vera, llega a casa a comer y su mujer le dice que debe presentarse en la Audiencia Nacional, que han venido dos policías a buscarlo. Sobresaltado, se apresura a ir; en el juzgado número 5, del que Garzón es titular, reconoce con alivio a la secretaria, con la que cree que le une cierta familiaridad. Pero empieza a darse cuenta, a la manera gradual de Josef K., que está convirtiéndose en un desconocido, porque hay síntomas del infortunio que los demás advierten antes que nosotros. Pregunta por qué lo ha citado el juez y la secretaria, en vez de darle una respuesta, le dice que lea El Mundo. Pasan los minutos y el juez tarda mucho en llegar: quien tarda da más miedo. Llega Garzón y Juan de Justo descubre que tampoco él parece conocerlo: el juez, con quien trató mucho mientras los dos estaban en el Ministerio del Interior, lo mira como si no lo hubiera visto nunca, le pide formulariamente que se identifique, que se reconozca, en el extraño lenguaje procesal.

Poco a poco Juan de Justo comprende que está dejando de ser el hombre normal que llegó unas horas antes a comer a su casa como todos los días: ahora es un sospechoso a quien se interroga durante horas y a quien se amenaza con la cárcel. Cualquier pormenor agrava la sensación de la desgracia, el estupor de lo irreparable. Cada pocos minutos sonaba un teléfono móvil y el juez Garzón detenía el interrogatorio para contestar brevemente a las llamadas. Pero también el fiscal entraba e interrumpía, trayéndole a Garzón breves notas manuscritas. El teléfono móvil no estaba encima de la mesa: el juez lo tenía guardado en su cartera, y cada vez que empezaba a sonar se inclinaba y abría la cartera y buscaba el teléfono entre los papeles, y el timbre seguía sonando para suplicio de los nervios ya trastornados de Juan de Justo, y cuando por fin Garzón decía sí o no y desconectaba el teléfono y volvía a guardarlo en el interior de su cartera, en vez de dejarlo encima de la mesa, entraba de nuevo el fiscal y le entregaba una nota diciéndole algo en voz baja, y mirando tal vez de soslayo al hombre que estaba a punto de ir a la cárcel, viendo definitivamente la cara de ese desconocido en el que Juan de Justo está a punto de convertirse, la cara que él mismo sólo verá esa noche cuando se mire por primera vez en el espejo del lavabo de su celda.

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