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Homo erectus

Hacía ya tiempo que la guerra nuclear había devastado la civilización tal y como la conocemos. Habían sobrevivido las cucarachas; algunas latas de coca-cola; un anuncio de Levi Strauss; una botella de vodka descorchada por Yeltsin; la calavera de Keith Richards, que eones después presidiría la entrega de los premios Nobel; el copón de una gota de sangre registrada, de Rh negativo, procedente de un tal Arzalluz, último vate de la cristiandad; las bragas de Monica Lewinsky, que emanaban un extraño tufillo a imperio; un bocadillo de mortadela, y una zambomba con la leyenda Made in Spain.Las mutaciones se habían cebado en los hombres. En el cerebro les restaba una neurona, y aún debían descifrar cómo utilizarla. El corazón bombeaba sangre a duras penas y el cuerpo era un amasijo de huesos. Entre las extremidades inferiores, obedeciendo a la gravedad, colgaba un apéndice minúsculo estriado como lija, un tanto curvo, cuya utilidad era una incógnita. Los hombres dedicaban gran parte de su tiempo a intentar descubrir para qué demonios servía el apéndice. Se lo tocaban durante largas horas y, de cuando en cuando, sentían una suerte de placer recorriéndoles el espinazo. El artefacto aquel, de carne rosada y piel putrefacta, parecía alegrarse. Entonces, como por arte de birlibirloque, brotaba de los pliegues un capullo semejante al de una rosa. Los hombres observaban el capullo con una mezcla de estupor y tristeza, pues estaba partido. La inteligencia emocional aseguraba que aquello no podía ser bueno. El apéndice, durante unos instantes, para asombro del personal, crecía, apuntando a las nubes radiactivas. El acto de placer y dolor se había convertido en un ejercicio espiritual. Se congregaban en torno a un tótem, meneándose con regocijo el apéndice. El tótem era en verdad una escultura gigantesca en donde estaba cincelado el reclamo: la primera rodaja del chorizo de Marmolejo no tiene pellejo. Había una enorme similitud entre la escultura y el apéndice, por eso los hombres creían que la escultura había sido enviada por los dioses.

El cambio no había afectado a las mujeres, algo, por otra parte, nada novedoso. Las mujeres dirigían la sociedad, trabajaban de sol a sol y, llegada la noche, dormían a pierna suelta. Los hombres, en el fondo, pensaban que las mujeres dormían tan bien porque carecían de conciencia: ningún problema las vulneraba. Las mujeres, como los hombres, se acariciaban, obteniendo magníficas y duraderas dosis de placer. Como tenían inteligencia y eran despiertas, habían esclavizado a los hombres, que se dedicaban a duras disciplinas: limpiar letrinas, labrar los campos, hacer de animales domésticos, cada uno clasificado con un número que se grababa en la correa. El otro extremo de la correa era sostenido por una mano femenina. La categoría social de las mujeres se medía por la calidad del ejemplar que les acompañaba. Eran frecuentes los concursos a la hora del té, en las fiesta in. Cada mujer soltaba en el centro del salón a su mascota. Las mascotas comenzaban dale que te pego con el apéndice. El juez, la jueza, activaba el cronómetro. Solía ganar una mujer cuyo ejemplar alcanzaba el minuto de plenitud. Acostumbraba a experimentar con el macho restregando el colgajo con ungüentos, o, en secreto, entablillándolo. Por costumbre, el apéndice había cobrado vida propia y, a lo largo de aquellos maravillosos sesenta segundos, se mantenía tieso, arrancando aplausos y exclamaciones de sorpresa.

En un viaje para explorar nuevos territorios, aquella mujer, que ya era la reina, se topó con un edificio coronado por neones rojos. Había muchas habitaciones, folletos donde se leía: Disciplina inglesa, francés, griego en suspensión. La torre de Babel, se dijo, he encontrado el regalo de los dioses. En la habitación principal brillaba, sobre una mesa, un bote de Viagra. Sometió a su mascota a una dura sesión de pastillas. El apéndice se mantuvo enhiesto hasta que el cronómetro se oxidó. A partir de ese instante todo fue procrear. La felicidad se instaló en los corazones y los hombres se volvieron inteligentes. Se alcanzó la igualdad de los sexos. Había nacido una nueva raza: el homo erectus.

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