Orestes y la otredad
Volviendo en el tren nocturno de Aachen a mi tierra de adopción (Odense, Dinamarca), después de haber representado a mi adoptivo país en un congreso sobre literatura europea, mi sueño de primera clase se ve interrumpido por tres policías que -¡horror!- han descubierto en la caja de los pasaportes del recepcionista del vagón un pasaporte chileno. Revisan cada milímetro a las tres de la madrugada en este cupé privado de dos metros cuadrados e interrogan en un muy alemán inglés. Yo, que vuelvo de un congreso que trató de definir la europeidad en la intertextualidad y en la intermedialidad discursiva de los textos, no puedo dejar de pensar en el discurso que subyace a este tan repetido y trillado pasaje. Me recuerdo del Orestes de Esquilo y del de Álvaro Cunqueiro, ambos no pueden volver a su tierra; me recuerdo de la vigilancia de esas tierras y de ese rey que no quiere que Orestes vuelva. Orestes trae la droga, según me dicen, pero ¿cómo encontrar a Orestes? ¿En su pelo oscuro y en su mirada oscura? ¿Con qué nombre se disfraza? ¿Se llamará Claudio y vendrá del sur? Observo que el resto de los pasajeros duermen tranquilos su noche, pero ninguno de los tres policías piensa que Orestes se encuentre entre ellos. No logran sospechar que Orestes se haya hecho la cirugía, que su pelo sea rubio desde hace muchas generaciones, ni que los genes de Carlomagno le hayan azulado la mirada. No sospechan que los muchos inviernos hayan lavado su piel, que ahora es blanca, y que Orestes, el perseguido, está ahora entre ellos. Para ellos todavía Orestes es un pasaporte oriental, andino, amazónico. Nunca europeo. Yo, ultramarino junto a ellos. Podría ser triste la respuesta si lo europeo fuera la búsqueda de Orestes. El resto de los pasajeros durmió muy bien su noche. Tal vez Orestes estaba entre ellos, y lo que es peor: tal vez vestía de policía y buscaba a Orestes.-
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