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Tocando el viento

Miguel Ángel Villena

MIGUEL ÁNGEL VILLENA Al atardecer abandonan las fábricas, las oficinas o los campos portando unas cajas, con forma de flauta o de trompeta, que cuidan como si fueran sus amigas más preciadas. Se encaminan hacia salas donde robarán horas al sueño, a la diversión, a la familia. Ensayarán una y otra vez las piezas hasta que el director diga basta. Así, miles de valencianos encuentran su pasión en las bandas de música. Seña de identidad de pueblos como Llíria o Buñol, cantera de instrumentistas de viento de las mejores orquestas de España, afición de gentes humildes pero con ansias de cultura, las bandas de música muestran ese orgullo magistralmente descrito en la película británica Tocando el viento. Todo puede hundirse, menos el espíritu de una banda. Las autoridades siempre suelen halagar a las bandas, no sólo por el fenómeno social que representan, sino también porque los poderosos aspiran a subrayar sus momentos de gloria con música de viento. El pasado abril, el Parlamento valenciano aprobaba por unanimidad una ley para proteger el patrimonio musical y para ordenar el caótico panorama de estas enseñanzas. Hasta ahora sólo se trata de buenos propósitos, de aquellos que empedran el camino del infierno. Porque la oferta pública de los conservatorios no responde ni de lejos a las demandas de alumnos, porque los jóvenes estudiantes han de contratar pianistas para realizar los exámenes y porque la música no pasa de ser una maría en los planes de Secundaria. Más allá de los piropos fáciles, las bandas y los conservatorios necesitan no sólo fondos económicos, sino un empeño para convertir la música en parte de la educación general. "El fomento de la enseñanza musical no es una cuestión de dinero, sino de voluntad política", comentaba hace poco el genial pianista Daniel Barenboim. Pero a la vista del desastroso panorama de los conservatorios en este final de curso, no parece que los políticos hayan aprendido esa partitura.

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