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Leer TV

ROSA SOLBES Enseñamos a los niños a vivir en democracia pero nadie les explica cómo se sobrevive en mediocracia. Les obligamos a lavarse las manos antes de comer, pero no hay normas de higiene mental antes de sentarse a deglutir el mensaje catódico, no hay claves para leer esa televisión que se ha convertido en el ruido de fondo de nuestras vidas. Y a lo mejor es que la generación que debería hacerlo, la de maestros y padres, permanece en estas materias tan ignorante como perpleja. De todo ello se hablaba la otra tarde en un acto convocado por Entre Línees, una red de educación y comunicación creada hace poco por profesionales de ambos ámbitos cuyos boletines están habitados por blasillos de Forges sentenciando sobre la telebasura. También hay noticia de organizaciones similares en Cataluña, Andalucía y el País Vasco y un manifiesto que dice, entre otras cosas, que a las puertas del siglo XXI todo el mundo tiene derecho a ser alfabetizado y educado en comunicación. Se debatió sobre la conveniencia de crear una nueva asignatura (hay quien se horrorizaba de añadir materias a las ya existentes), de introducir el comentario de texto audiovisual, de que no sólo hay que educar con la imagen, sino también para la imagen, de forma que se produzca un consumo crítico y responsable (como con las pilas botón, por ejemplo) por parte de unas audiencias activas. Si los media son aliados o enemigos de la escuela, si la televisión no es más que un cabeza de turco (en todo caso sí un fenómeno irreversible, como bien dijo Antonio Ariño), si es más lo que quita que lo que da... Los estudios de audiencia arrojan la escalofriante cifra de tres horas diarias de televisión y un ranking de personajes más conocidos, por parte de los niños, como para ponerse a llorar: Emilio Aragón, Ronaldo, Isabel Gemio, el padre Apeles, Ana Obregón y Leticia Sabater. La popularidad de semejante ramillete también demuestra que, efectivamente, el 70% de lo que ven no aparece en la presunta franja infantil, cualitativamente insoportable por cierto. Así, y ya que no podemos prohibirles a nuestros hijos ver la televisión que a nosotros nos gusta (o al menos la que estamos dispuestos a tolerar y a sufragar), sí que deberíamos ir pensando en hacerles entender que los productos que aparecen en su teleserie favorita no son los mejores, sino los que más han pagado; que hay noticias que tienen el inconfundible aroma del electoralismo (y que la propaganda es a la democracia lo que la cachiporra al estado totalitario, Noam Chomsky dixit); que los hechos huérfanos de imagen son condenados al silencio o la indiferencia, que cuatro de cada cinco mensajes proceden de los Estados Unidos... En fin, son sólo unos pequeños ejemplos para ir abriendo boca, a los que se podría añadir cómo la ley de la audiencia, tótem de la comunicación actual, ha acabado incluso con el territorio sagrado del menor cuya protección se pactó sin gran éxito entre el Ministerio de Educación y las cadenas privadas. La televisión puede ser cualquier cosa que se haga con ella, y bastante más por cierto que un negocio que publicita otros negocios. Quizá lo logren los niños de hoy, pero no será así si les dejamos conducir inermes por las autopistas de la comunicación, sin saber cambiar de marcha o interpretar el significado de las señales.

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