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Estado y deporte

Estos días asistimos a una exacerbación colectiva llamada deportiva con motivo del Campeonato Mundial de Fútbol (profesional); cada cuatro años se repite la cantinela; claro que en esta fase final sólo intervienen 32 equipos nacionales, 32 países, 32 Estados, y eso gracias a la última ampliación. También con ritmo cuatrienal se celebran los años bisiestos los Juegos Olímpicos, con infinidad de equipos nacionales de un buen número de deportes y, ya aquí, con muchos más países (Estados) representados. En éstas y otras ocasiones menos solemnes los deportistas, muchos profesionales en mayor o menor medida, compiten bajo una bandera, es decir bajo el signo de una clasificación política. No es necesario ser o haber sido un deportista practicante para ser un apasionado del espectáculo, que reúne siempre el morbo de la competición y en numerosas ocasiones una innegable belleza en la ejecución. Pero esta organización estatal, es decir política, comporta una notable injusticia deportiva: no compiten muchas veces los mejores del mundo, sino sólo, en número limitado, los mejores de cada país, cuyos segundos o terceros son mejores que los primeros de numerosos países que sí pueden competir; y, aunque se hace un control de calidad individual, la injusticia no se repara. Brasil, por ejemplo, podría hacer competir varios equipos de brasileños mejores que unos cuantos que compiten. Se sacrifica la calidad deportiva al interés político.Durante la vigencia, al fin caducada, de los países del socialismo real, la utilización nacional, estatal y política del deporte fue una constante; esos Estados querían demostrar la excelencia de su sistema político mediante logros deportivos de sus representantes, nunca mejor denominados tales, pues que lo eran de los Estados como organización política; la utilización política extremosa del deporte también fue nota distintiva de los Estados fascistas, y suele ir de la mano de los totalitarismos y dictaduras; y aún ahora, y antes, aunque elegidos y formados de manera menos estatalista, los deportistas que concurren a estas competiciones son, como mínimo, misteriosos depositarios del honor nacional, por más que deban en gran medida su preeminencia deportiva a una vocación y una difícil y sacrificada preparación personal, individual, amén de colectiva en muchos deportes. No es de extrañar, por tanto, que las naciones incompletas desde algún punto de vista político quieran afirmar su idiosincrasia por la vía del deporte; el deporte vinculado a bandera política, en este caso territorial; tenemos himno y bandera; ¿por qué no también deportistas representantes de aquellos símbolos?

Que los Estados-nación compitan en deportes es una buena fórmula en cuanto sea sustitutiva de otras competencias atroces, incluso bélicas. Pero esta situación tiene un aspecto menos placentero: que fomenta los espíritus nacionales en su versión más ciega, aunque no más peligrosa (recordemos alguna famosa guerra del fútbol y otras atrocidades).

Cuando veo estremecerse de tensión patriótico-deportista a gentes a las que el deporte-espectáculo (no hablemos del deporte-práctica) se les da una higa, cuando veo cómo se utiliza el deporte para traer adhesión a los Estados, sus instituciones, y los que las manejan, tengo una inevitable sensación (en mi caso) de vergüenza ajena. He sido y soy espectador de deportes, muy seducido por el espectáculo; que se me estropea cuando incorpora diferencias políticas; en el momento en que la política (en este caso nacionalista) se cuela con el deporte, se produce en mí un cierto rechazo, que sólo en ocasiones logra superar la belleza de lo que se contempla.

Puede que algún día (lejano, desde luego) la humanidad contemple con estupor esta nacionalización o estatalización de las competiciones deportivas como una manera perteneciente a una antigua época bárbara. Pero también se hace utilización política de la cultura, al servicio del Estado. Quizá se evolucione hacia formas deportivas menos nacionalistas; lo que es compatible con la belleza y la pasión por el espectáculo, como sucede, en muchos casos, con el tenis y el golf. Porque la relación entre nación, Estado, poder y deporte no es algo tan natural como, si no se piensa en ello, pudiera parecer.

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