La consigna
El viejo Dios, en su antiguo esplendor: con los rayos del poder saliéndole de la cabeza, todo él blanco y brillante como el mármol, invitando a su cena -la eucaristía- a los buenos que han salido bien de este mundo tan difícil. Dentro de un orden absoluto: el Rey protege a la Religión, y ésta, a su vez, le salva de la condena; y el niño que no nació pasa directamente al limbo, sin pena ni gloria. El teatro, y dentro de él el que hacía Calderón, era simplista y esquemático. Lanzaba su consigna: «Obrad bien, que Dios es Dios», la machacaba, la repetía, con una técnica que luego utilizarían los grandes movimientos laicos del siglo, el nazismo y el comunismo.
Autorretrato
El gran teatro del mundo
De Pedro Calderón de la Barca; música de Antón García Abril. Intérpretes: Manuel de Blas, Francisco Casares, Manuel Navarro, María Jesús Valdés, César Sánchez, José Hervás, Marisa de Leza, Ramón de la Peña, Pedro María Sánchez, Aurora Frías, Vicente Gisbert. Coral Polifónica de Madrid, dirigida por Antonio Bautista. Escenografía: Gil Parrondo. Vestuario: Pedro Moreno. Dirección: José Tamayo. Real Basílica de San Francisco el Grande. Madrid.
Sin embargo, el sacerdote de la calle Mayor era mucho más complejo de lo que contaba a los demás. Sabía o intuía algo más, e incluso creo que mucho más de lo que supo nunca Lope, que también era sacerdote, pero que creía en su pecado y pedía perdón. Es posible que don Pedro estuviese en el secreto y que él mismo «representase», como en la metáfora de su obra todos representan. Hay en esa obra una especie de autorretrato de autor -es curioso que el teatro no aparece como una metáfora de la vida; si sea honda, es la vida la que sale como metáfora del teatro- y también de personaje.No puedo, ni debo, ni tengo sabiduría para añadir nada a los miles de comentarios eruditos que se han hecho sobre este autor, su época y su tiempo: pero soy un espectador de ella, y el derecho del espectador libre es el de hacer terminar la obra del autor dentro de sí mismo, y la ve en su interior, y lo que yo veo ahora en este monumento barroco representado en una iglesia en reconstrucción por Tamayo y patrocinado por el alcalde, es que la eucaristía aparece como una superposición al argumento, un final añadido por obligatorio, y que el desarrollo completo es el de la utopía igualitaria; la creencia de que el poderoso se imagina solamente que lo es, pero no pasa de ser un humano. Y un pesimismo cristiano tan profundo como sería, luego, el de Kierkegaard y toda una rama del existencialismo. El hecho de que el único que se condene sea el Rico quizá añadiría, para este espectador, la sospecha de una preocupación social de aquel cura.
Un experto
Tamayo es un experto en este auto sacramental: lo hace desde años atrás, se lo he visto en distintos lugares y con distintos haces de luz, coros, humaredas y señales del barroco religioso. Lo coloca en San Francisco el Grande, y aumenta la resonancia de la iglesia -helada: un frío teológico- con unos micrófonos de reverberación, que al cabo de un tiempo percuten demasiado en los oídos y contribuyen al cansancio de lo consabido; no aburrimiento, porque el verso calderoniano es siempre interesante, sobre todo si se escucha en libertad y con deseo de interpretación, y la ilustre compañía de representantes lo dice de manera que se comprenda cada palabra. El amplio local está lleno todos los días; en la representación a la que fui el público, si no muy fervoroso, sí con reconocimiento para todos.
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