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Los mediadores de Chiapas fracasan en su intento de tomar contacto con el alto mando zapatista

Juan Jesús Aznárez

«¡Pendejo!, ¡Hijo de la chingada!, ¿¡Por qué nos mata el mal gobierno!?». La patada en el trasero, el bofetón y las mentadas de madre a un visitador de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), y el desaire sufrido por la comisión parlamentaria encargada de proponer un diálogo directo entre el Gobierno y el subcomandante Marcos son dos muestras de la nueva crispación en Chiapas. Los congresistas que viajaron a La Realidad, comunidad próxima al cuartel general del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), no pudieron establecer contacto con mandos de la guerrilla, cuyo jefe guarda silencio pese a las convocatorias al diálogo para resolver las diferencias pendientes.

Nadie recibió al grupo, y a la espera de que alguien lo haga, entregaron un sobre lacrado a un indígena de nombre Miguel, que nada garantizó. «Si quieren dejar el sobre es cosa de ustedes, pero nosotros no tenemos contacto con la comandancia (del EZLN). Si bajan de las montañas se lo daremos», dijo.Evidentemente, Miguel trasladará a los zapatistas la oferta parlamentaria, pero la frialdad y distanciamiento del enlace, la ausencia en La Realidad de un mensajero de Marcos identificado como tal para entrevistarse con una comisión que representa a las principales fuerzas políticas mexicanas y el calvario padecido en Unión Progreso por el visitador Rodolfo Hernández poco espacio dejan al optimismo.

«No sé a qué vienen, ni cual es el motivo de su viaje», mintió probablemente Miguel. «Somos miembros de la Cocopa. Venimos a tender un puente», respondieron los legisladores de la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa), protagonista otra vez después de que el Gobierno forzara el abandono del obispo de San Cristóbal, Samuel Ruiz, presidente de la autodisuelta Comisión Nacional de Intermediación (Conai).

La salida de Ruiz coincidió con el desmantelamiento de otros dos ilegales municipios autonómos zapatistas y la muerte a tiros de ocho indígenas que, según la versión oficial, habían atacado con rifles al destacamento de policías y soldados despachado a la demarcación rebelde provisto de órdenes de demolición y arresto.

Como era de esperar, la sangre encanalló la zona. Nadie mejor que el visitador para certificarlo. A pedido de los deudos, Adolfo Hernández acudió a la aldea para entregar los cadáveres. Minutos después fue rodeado por cientos de vecinos prozapatistas, y llevado al patíbulo, la trasera descubierta de una camioneta. El ilustrativo interrogatorio, de hora y media, se desarrolló en estos términos. «A la Comisión Nacional de Derechos Humanos le corresponde investigar cuáles fueron las causas de los hechos violentos y quiénes fueron los asesinos», respondió Hernández. Los zapatistas acotaron a gritos: «¡El Gobierno es el asesino, no hay que investigar nada! Tú también eres cómplice del mal gobierno, por eso te subimos aquí (la camioneta) para que todos te conozcan y vean también que tú eres asesino».

El visitador se defendió: «Como les dije en un principio, mi corazón está limpio. Por eso estoy aquí. El que nada debe nada teme (...) Un asesino no se presenta al lugar donde cometió el ilícito, ni da la cara».

- Pero el Gobierno es quien te paga, por eso eres cómplice.

- Por favor, yo no soy del Gobierno, de ningún gobierno. Representamos al organismo nacional de derechos humanos. Es posible que hayamos cometido errores que hay que aclarar. Tengo estudios, soy egresado (licenciado) de la Universidad Autónoma Metropolitana.

- ¡Ésa es de los rateros, de los corruptos! «Si es verdad que tienes estudios, tienes que traducir al tzotzil: ¿quién los mató?».

- Yo no sé hablar tzotzil.

- Pues aquí te vamos a enseñar, pinche pendejo.

«¡Los policías, los soldados, el Gobierno son los asesinos!», sentenció de nuevo la concentración junto a los ataúdes.

Daniel Sarmiento, periodista del diario mexicano Reforma, asistió al interrogatorio: «Nervioso, temeroso, con una voz casi inaudible, Hernández Figueroa admitió: "Sí, entonces sí, quienes tenían las armas son los asesinos».

«Pero si el Gobierno es tu jefe, ¿cómo vas meter en la cárcel a los jefes del Ejército?», insistían los vecinos, que negaban la independencia de actuación de la CNDH. Finalmente, entre insultos, empujones y varios golpes, el visitador bajó de la camioneta, abrió los féretros y procedió a la identificación de las víctimas. Después, habría de permanecer varias horas más en la aldea. «Aprende a decir en tzotzil: ¿quién los mató?», le increpaban a coro.

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