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"La UE no existe como negociador", dice Holbrooke

El embajador de EE UU denuncia en un libro la falta de capacidad europea en el proceso de paz en los Balcanes

Durante los meses del verano y el otoño de 1995 en los que Richard Holbrooke alumbró con fórceps el final de la guerra de Bosnia, el diplomático norteamericano se hizo una y otra vez la pregunta: «¿Quién habla por los europeos?» En To End a War (Terminar con una guerra), las memorias de aquel periodo que acaba de publicar en EE UU, Holbrooke da la respuesta: nadie. O mejor dicho, un gallinero indescifrable de voces. Individual o colectivamente, los países de la Unión Europea (UE) salen muy malparados en este libro. La UE dijo en 1991: «Dejadme solo, que el toro de Bosnia lo lidio yo». Pero al cabo de casi cuatro años de conflicto y más de 300.000 muertes, EE UU comprendió que, pese a su deseo inicial, tenía que volver a ocupar un papel protagonista en las querellas del Viejo Continente.Lo más grave, según cuenta Holbrooke, es que incluso en Dayton, cuando EE UU ya había conseguido reunir bajo el mismo techo a los presidentes de Bosnia, Serbia y Croacia, los europeos seguían peleándose. Holbrooke revela que los representantes británico y francés en la conferencia le reiteraron durante las tres semanas de negociaciones que el sueco Carl Bildt, que presidía la delegación europea, «no hablaba en su nombre». «Tuvimos que aceptar tristemente», dice Holbrooke, «que la UE no existe como una única entidad negociadora. Lo que más nos turbó es la hipocresía de la UE dándole a un distinguido exprimer ministro (Bildt) un título grandioso y minando luego su trabajo cada dos por tres».

Los personajes positivos de Terminar con una guerra son Bill Clinton -«no quiero que se divida Sarajevo, no quiero un nuevo Berlín»; Warren Christopher, al que Holbrooke agradece la libertad y confianza que le dio en su misión negociadora; Kofi Annan, que aprovechando una ausencia de Butros Butros-Gali dio la luz verde de la ONU a los bombardeos masivos de la OTAN contra los serbios; Jacques Chirac, que presionó a Clinton en el verano de 1995 para que EE UU se implicara frente a la agresión serbia; Carl Bildt y, por supuesto, el autor.

Entre los negativos destacan George Bush, que, agotado tras la guerra del Golfo, no entendió nada de lo que pasaba; Newt Gingrich, que declaró que había «veinte maneras de solucionar este problema sin participación directa norteamericana»; Butros-Gali, siempre oscuro e indeciso; el francés Hervé de Charette, preocupado tan sólo porque la ceremonia formal de firma del acuerdo de paz se hiciera en París y John Major, que se opuso a la salvación militar de Srebrenica. Alemania recibe un coscorrón al principio -el reconocimiento de Croacia «fue un error»-, pero Holbrooke no vuelve a reprocharle nada.

En el capítulo de los beligerantes, el diplomático norteamericano, calificado como el Kissinger de nuestro tiempo, no oculta su admiración por la habilidad y el pragmatismo del serbio Slobodan Milosevic, su repugnancia por la brutalidad de los serbobosnios Ratko Mladic y Radomir Karadzic, su preocupación por la ambición del croata Franjo Tudjman -«el vencedor de la guerra»- y su pena por el triste destino del bosnio Alia Izetbegovic.

Holbrooke comienza su libro arrojando a la basura el mito de los «ancestrales odios balcánicos», que justificó tantas pasividades. «La tragedia de Yugoslavia», escribe, «fue el producto de dirigentes políticos criminales que estimularon el enfrentamiento étnico por razones de lucro político y económico». Y añade que si EE UU hubiera relegado desde el primer momento a un segundo plano a la ONU y la UE y hubiera asumido un papel de liderazgo en el marco de la OTAN, habrían podido lograrse «acuerdos pacíficos de divorcio» entre las repúblicas yugoslavas.

La hora de Holbrooke llegó tras el genocidio de la población musulmana de Srebrenica y el ataque con mortero contra el mercado de Sarajevo del verano de 1995. La Casa Blanca escuchó lo que el diplomático llevaba años diciendo: hay guerras que sólo se pueden parar a la fuerza.

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Los serbobosnios de Karadzic y Mladic, argumentó, eran tan sólo «unos delincuentes mal entrenados» y «Belgrado nunca les socorrería del modo como Hanoi apoyó al Vietcong». Clinton estuvo de acuerdo. «Dadles duro», ordenó. Así comenzó el 30 de agosto de 1995 Operation Deliberate Force, el bombardeo que terminó con el cuento de la invencibilidad serbia. ¿Y los europeos? «No tengo la menor duda de que lo hubieran bloqueado si no hubiera sido por la nueva firmeza de EE UU».

Más tarde, la principal preocupación de los europeos sería «el lugar y el huésped» de la conferencia. El papel de los europeos se limitó a estorbar proponiendo «esas interminables reuniones centradas en cuestiones de procedimiento a las que son adictos».

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