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Tribuna
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La carpetilla del espía

Antonio Muñoz Molina

Alguien me ha hablado de un circo que incluía entre sus menesterosas atracciones al enano más alto del mundo. El ex coronel Juan Alberto Perote es el agente secreto más conocido de España, el espía más locuaz y más fotografiado, el oficial de inteligencia más hábil en lograr que los informes ultrasecretos que se le confían alcancen enseguida la difusión pública. Entra a declarar como testigo el ex agente secreto y ex coronel Perote, apareciendo en la puerta con el mismo aire de espionaje taimado que suele tener en las fotografías, con el mismo pliegue circunflejo en la frente, encima de las cejas alzadas. Hasta hace unos instantes la sala ha sido el escenario de una doble confrontación dramática, el careo de José Barrionuevo primero con Julián Sancristóbal y luego con Ricardo García Damborenea. Hay algo muy triste, muy enconado, una tensión de teatro torpe, de actores aficionados que permanecen rígidos, uno frente a otro, desplegando unos pocos gestos consabidos, cruzar los brazos, mover las dos manos con ademán de ira, señalar con el dedo índice en una acusación melodramática. Barrionuevo y Sancristóbal, Barrionuevo y Damborenea, se acusan mutuamente de mentir, alzan cada uno el dedo índice en dirección al otro, se cruzan de brazos como en arrebatos pueriles de dignidad, mueven las manos en una mala tentativa de elocuencia y las dejan enseguida caer a lo largo del cuerpo, como sin saber ya qué más hacer con ellas.Todo parece igual de simple que en las comedias malas con mensaje: sí o no, verdad y mentira, un solo acto recordado o inventado, una negativa o una afirmación, la llamada que Barrionuevo hizo o no hizo a Sancristóbal en la noche del secuestro de Segundo Marey, una burbuja de tiempo de hace 15 años en la que nos sentimos todos atrapados, escuchando timbres perentorios y multiplicados de teléfonos, imaginando habitaciones llenas de humo hasta la madrugada, caras desveladas y ansiosas, muchos años más jóvenes, las mismas caras que vemos todas las mañanas en el juicio. Sonó un teléfono como otro golpe de amenaza y premura en esa noche fracasada y alguien escuchó la voz de Barrionuevo. Él niega, fieramente, metódicamente, hoy de pie, dando el perfil achatado a la sala, la barbilla adelantada, los brazos cruzados, primero enfrente de uno de sus antiguos compañeros y luego del otro, Damborenea recio y peleón, Sancristóbal lacio, firme, apacible, los tres unidos hace 15 años por lealtades políticas y una disposición resuelta o temeraria a hacer lo que fuera contra la crecida sangrienta del terrorismo, separados ahora por un foso de hostilidad en el que caben todas las verdades y mentiras, y también lo que Damborenea llama el fardo de la culpa, que nadie quiere cargar sobre sí.

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Pero llega el agente Perote con su ceño circunflejo y la pesadumbre se convierte de nuevo en chabacanería de tragicomedia española. Más que a la turbia niebla climática y moral de los espías de Graham Greene o de John Le Carré, el ex coronel Perote pertenece a las viñetas burlescas de F. Ibáñez y de Anacleto agente secreto. En sus manos, por lo que se ha visto en los últimos años, los documentos más herméticamente guardados del Cesid han tenido las mismas garantías de confidencialidad (y hasta de verosimilitud) que los informes de Mortadelo y Filemón para la T. I. A. Profesional hasta la médula, Perote se complace en el vocabulario técnico: "despliegue operativo", "operación de inteligencia", "valoración de fuentes", "órgano de adquisición", "Área de análisis". Lo más técnico de todo es cuando habla de un cierto "Control integral de relaciones". Se le pregunta qué es eso y responde enarcando las cejas sobre los ojos atónitos : "Entrar a un sitio para llevarse algo".

Para control integral de relaciones el que hizo él mismo, cuando se dedicó lucrativamente a vender por ahí la información secreta que se le había confiado, la que dice que guardaba en una carpeta en el interior de un armario metálico, uno de esos tristes armarios Roneo de chapa gris, imagina uno, que agravaron durante tantos años la melancolía y la abulia de los funcionarios españoles. El agente secreto Perote lo apuntaba todo, lo guardaba en su carpeta y en su armario Roneo y a continuación lo perdía, o se lo quitaban, o lo filtraba él mismo, permitiendo así a la prensa española y al público en general el disfrute de los secretos más inaccesibles. En un momento dado de su relato, la célebre carpeta se convierte en una "carpetilla". Es el diminutivo lo que me llega al corazón: en medio de la deshumanización del espionaje moderno, de los despliegues operativos, de las operaciones de inteligencia, de la valoración de fuentes, de los órganos de adquisición, nuestros agentes secretos siguen usando las inveteradas carpetillas españolas, las entrañables carpetillas de cartón azul, con gomas elásticas, las carpetillas de los cobradores humildes, de los empleados más modestos de las gestorías de provincias. Armarios metálicos, carpetillas azules, sellos de caucho y almohadillas de la vieja administración española: entre sus muchas tareas secretas y operaciones de inteligencia, el ex agente Perote declara que le fue encomendada la misión de fabricar el tampón con el sello de los GAL.

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