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Perro verde

JAVIER ELORRIETA Cuando le subieron al estrado no era, en aquella ocasión, para cubrir el habitual turno de preguntas del profesor, ni siquiera para hacer el desarrollo de aquellos teoremas que con la tiza en la pizarra reproducía con una facilidad no del todo exenta de infantil arrogancia. Fue para que entonara la estrofa de una canción de las habituales en los abundantes actos litúrgicos del colegio. Inmediatamente fue rechazado para formar parte del coro. Se sintió aliviado, pues no había ventaja tangible que pudiera recibir en aquel colegio de misa diaria y rosario sabatino por pertenecer al coro. Aquel aparente fracaso le dejó indemne, pues su amor propio no fue tocado a pesar de que le gustar la música y el canto más que a la mayoría de sus compañeros, pues él ya era un niño que venía raro. Lo certificó en su adolescencia, cuando mostraba el poco entusiasmo que le suscitaba cantar en las sobremesas y entrar en las cadenetas para bailar la conga. Fue cuando le dijeron que era más raro que un perro verde. Con el deporte le pasaba lo contrario. Practicaba todos -moderadamente mal, eso sí-, pero no le gustaban como espectáculo. Le aburrían soberanamente y tenía la teoría de que era un disfrute poco rentable; tanto tiempo de aburrimiento para alguna ocasional acción vistosa. A ello contribuía también, sin saberlo, la parte más culpable de su carácter, que teniendo inclinación hacia la vehemencia no era hincha de nada. Aun así, de chaval se hizo socio del club de su pueblo, pero no recordaba haber asistido al fútbol más de tres domingos. Fue cuando solo se jugaba ese día por la tarde, y no existía la tortura atosigante de hoy, rayana en la crueldad audiovisual, esta inflación de atención social cotidiana acompañada de inflamación de glotis, vísceras y riesgo de desvencijamiento de las partes blandas más alejadas de los pies. En aquellos tiempos había menos recursos para cubrir el ocio de entretenimiento. Cesó su reflexión en la siguiente parada del metro y su desazón aumentó con la nueva carga de embozados con símbolos de un club. Y se alegró, ante semejante visión, de no haber sido de aquellos que creían que el fútbol era un opio al servicio de la dictadura. Porque a saber qué podría pensar él ahora, cuando una nimiedad de resultado liguero genera dos delirantes días de alborozo colectivo. Tal vez, pensó, ese desequilibrio entre motivo y alegría lo es tan solo para los empecinados en su rareza. Esa manía de creer que es una futilidad quedar los segundos, incluso los primeros, en una liga deportiva. Así que cuando vio algo similar en otros sitios se quedó más tranquilo. Pues ya se sabe que mal de muchos , aunque epidemia, tranquiliza irremediablemente. En su duda se preguntó que si uno se divierte o se entretiene, por qué hay que calibrar y clasificar el motivo. Allá cada cual. Ya Pablo Neruda, en un poema, decía: "No le pido al pan que me enseñe / sino que no me falte". Para algunos esta refexión podrá parecer extemporánea, incluso irreverente. Pero otros no se interrogan si el entretenimiento es bobalicón, sino se preocupan de que no les falte. Tal vez sucede, insistió en la reflexión, que al perro verde, sea o no insustancial el entretenimiento, le preocupa el despropósito de que se colectivice exageradamente, que es cuando provoca incomodidades. Que alguien se pase una mañana y una tarde, incluso que empalme la noche, jugando a la brisca o al dominó, al prójimo se la trae al fresco. Pero que el ayuntamiento le anule la única línea de autobús para ir a su casa un sábado a la tarde, o que haya alteraciones varias de ese pelo por un equipo de fútbol seguía sin entenderlo. Y es aquí cuando actúa esa, supongo mayoría, estigmatizando al perro verde, especimen que suele ser un can poco ladrador y nada mordedor. Un bicho raro tendente a la autodefensa del silencio, al que los motejadores le desean que se joda con el picor de las pulgas para perros verdes, al que con suficiente conmiseración le indican que no sabe lo que se pierde y del que nunca le entenderán lo que gana.

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