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Celebración

Se prodiga apenas la noticia grata, si tiene lugar en las inmediaciones de nuestra vida cotidiana, tan abroquelados como nos encuentra la sorpresa, en general, inhóspita. En la economía de la existencia ciudadana queda poco lugar para la admiración y la novedad, hacia las que, en verdad, nos encontramos mal preparados. Me refiero a esos acontecimientos mínimos que pillan desprevenidos y reconcilian con lo que, inevitablemente, nos rodea. Ser vecino de una ciudad lleva consigo un vaporoso entramado de condicionamientos incorporados que hay que asumir, poco a poco, hasta llegar a la categoría de munícipes rasos, vecinos de tropa, con unos derechos y obligaciones vagamente establecidos, pero de general y bienintencionada observación. En la intrincada maraña de esas relaciones con quienes interpretan el papel de autoridades municipales, el madrileño se reserva un prudente cupo de rutinas insoslayables y la real gana de criticar lo que le disgusta.Una de las características del Madrid que fue -y no vuelve- estuvo en la tendencia a pasar buena parte de las horas del día fuera del hogar. Es decir, además del puesto de trabajo, entre la población activa, esa etapa intermedia que singularizaba el empleo del tiempo, entonces entre los varones: la hora, el rato del aperitivo, a pie de barra generalmente, donde sacudir las preocupaciones laborales y la pesadumbre de las tareas con una charla intrascendente, que podía ser deportiva o taurina, según épocas, edad y situación financiera. La jornada continua y la tendencia a residir en urbanizaciones periféricas constituyeron un rudo golpe para la tradición ante el vermú, la caña o el vasito de vino. Esos lugares de reunión y esparcimiento están desapareciendo de forma, al parecer, irremisible. Donde hubo un café se abre una caja o un banco y las tabernitas son sustituidas por delegaciones urbanas de mensajería o peluquerías unisex en las que, según vagos e incomprensibles rumores, se va imponiendo el rasurado total de la epidermis femenina, llevado con el más devastador sigilo.

En otro momento tuve ocasión de hablar de este bar, sin mencionar a su creador, omisión ahora corregida: fue el marqués de Miranda, aristócrata de otra época, simpático, de buena planta y milagrosamente dotado para crear ambientes decorativos. Como es natural, asiduo de las barras -punto de encuentro en los años treinta a los sesenta-, aplicó su talento y gusto refinado a la creación de un local, "ergonómico", como entonces no se decía. Un bar a la medida del hombre. El auténtico y autorizado historiador de Balmoral es quien desempeñó el puesto de último maître, Ángel Jiménez, cuyo libro de referencia es un concentrado cóctel de anécdotas y reflexiones inteligentes. Recuerda que hay una hornacina en la pared diestra de la escalerita de acceso donde campea una B mayúscula, en bronce, inicial del sitio. Albergó la leyenda y divisa de la casa, una inscripción, en latín, oportuna y jocunda: "Venid aquí los que tenéis sed...", digna del Arcipreste de Hita. No dormían los piadosos vecinos, escandalizados por la supuesta profanación, de la que hicieron partícipe al párroco. Era el año 1954, Petronio se quedó sin cita y la conciencia ecuménica del barrio descansó en paz.

He aquí la historia condensada: el barman y restaurador Jacinto Sanfeliú, procedente del hotel Palace, funda este negocio, en el primer tramo de la calle Hermosilla, en el momento preciso, el lugar adecuado y con la clientela idónea. Lo traspasa, al decidir que le es llegada la edad de la jubilación, bien merecida, en un momento de crisis generalizada, lo que pone la existencia del local en trance de cierre por meras cuestiones económicas y de suministros. Un cliente habitual, banquero de profesión, pone a salvo el navío a la deriva sin, al parecer, otro riesgo que el de capear el transitorio temporal, para que él y los amigos continúen frecuentándolo. El financiero siente próximo su fin y lo cede, traspasa o vende a los trabajadores, que han seguido al pie del cañón. Muere Alfonso Fierro, hace unas semanas, y este pequeño y apretado puñado de profesionales asume la continuidad, confirmada con una sencilla y elegante invitación a los clientes para tomar una copa el día del 43º aniversario. Desde la apertura, al cierre, solo o en compañía de otros. A eso se llama tener clase, digo yo.

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