Del ecopesimismo de fin de siglo
El medio ambiente en España va mal, con tendencia, al parecer irreprimible, a ir a peor. No hay que profundizar mucho para encontrar que, teniendo en cuenta las pautas y aspiraciones del sistema socioeconómico vigente, es imposible que mejore; sólo los providencialistas (que confían en alguna suerte de hado benefactor) y los que encuentran más productivo, personal y socialmente, el suministrar esperanzas sin fundamento pueden defender una idea contraria.Así que, actualizado, el desastre que nos toca vivir en este nuevo fin de siglo tiene inocultables perfiles medioambientales. La crisis ecológica se nos plantea como enemiga implacable y soberana, y se consolida obligando a la sociedad civil organizada a capitular día a día y a renunciar a sus logros más genuinos y valiosos. De la misma forma que se dice que la libertad existe sólo como idea, pero sin embargo esto no impide una activa comercialización de sus ficciones, el progreso socioeconómico que hoy se predica no parece caber ni en lo físico ni en lo social.
La euforia del crecimiento económico se superpone a la, digamos, ingenuidad científica, que confía a algo tan esquivo como el futuro y a instituciones tan incontrolables como la ciencia y la tecnología la solución de lo que actualmente no queremos resolver. Atribuir poderes taumatúrgicos al futuro por ser futuro es la peor clase de optimismo. Con la insolencia creciente del capitalismo glorificado y el mimo que le dispensan los poderes públicos, toda política preventiva parece llamada al disimulo o al fracaso: no se ve muy bien cómo van a sentirse ni motivadas ni obligadas, de verdad, las empresas contaminantes en un entorno psicológico y político de exaltación, de apoyo y hasta de privilegio.
En la mitología del crecimiento económico destacan tres capítulos tan prósperos como indeseables: los costes ambientales, los accidentes laborales y las víctimas de la carretera; entre los tres superan el 10% del PIB anual, pero esto no impide que se exhiba como el primero de los éxitos de Gobierno un 3,8% de incremento anual actual en el PIB. Y ni siquiera la oposición -que busca resquicios para sobreponerse- se muestra capaz de acometer esta fácil desmitificación: el crecimiento actual se basa en funciones económicas esencialmente degradantes en lo ecológico (además de socialmente devastadoras) y, por tanto, es una ficción predicar que se crece.
Bien. Pues contra esa mezcla, tan exitosa, de ingenuidad y manipulación se alza el ecopesimismo como nueva desolación finisecular, y que viene a definirse como la percepción más o menos extendida socialmente de que los elementos básicos que constituyen el medio ambiente -el aire que respiramos, el agua que bebemos, el suelo que soporta tanto la actividad agrícola como los bosques y los recursos naturales en general- se desenvuelven bajo la acción continuada de una degradación sensible como resultado de la acción humana. Esta preocupación o sensibilidad ecológica tiene desde sus inicios sociales una vocación universalista, un empeño de interpretación global de los problemas y aconteceres más significativos de la vida ordinaria: quiere ser cosmovisión. Y por eso la idea negativa sobre la evolución del medio ambiente físico se hace extensible -pruebas sobradas mediante- a otros mundos de actividad o interés específicamente humanos, como son la salud física y psíquica, la alimentación, el enriquecimiento cultural, la implicación popular en lo político, las relaciones sociales en general...
Sin embargo, nada tiene que ver este ecopesimismo, de firmes y muy probados fundamentos, con el fatalismo o cualquier sentimiento de rendición; no. El ecopesimismo, generalmente implícito, ha sido el móvil fecundo y generoso de todas las luchas ecologistas que, ahora hace 25 años, se iniciaron en España con un vigor nuevo y cierto éxito social frente a grandes dificultades y a todas las hostilidades que un sistema decadente, pero violento, desplegó frente a la primera oleada típicamente ecologista (que fue antinuclear). Es, diríamos, la más ilustrativa expresión de la filosofía ecologista, que nada tiene de ingenua y que sabe medir sus fuerzas frente a poderosos enemigos y calibrar los éxitos y fracasos en función del tiempo y de la historia más allá de lo inmediato. Es, sobre todas las cosas, un ejercicio de responsabilidad social, y se nutre de esa tradición de lucha generosa y profecía buena que tantos colectivos han ido aportando a la historia reciente de España. Tiene frente a sí -no fingiremos ignorarlo- la enemiga renovada de los poderes económicos que ahora, escarmentados y refinados, juegan, tan hábil como eficazmente, la baza de la globalización y la sumisión. Es realista (porque ya sabe de qué va la cosa), activo (porque es altamente responsable) y, diríamos, intrínsecamente optimista (porque hace recaer sobre la inmensa fuerza de la voluntad lo que muchos relegan a los estratos del oportunismo. No hay, pues, vestigio alguno peyorativo en este enfoque de la crisis ambiental general: el ecopesimismo se basa en un ejercicio empírico progresivo que ya cuenta, al menos, con un cuarto de siglo de andadura.
El ecopesimismo es -una vez neutralizadas las ofertas políticas que hasta ahora eran alternativas- una de las pocas posiciones mentales y sociales que puede generar contestación, producir erosión y anunciar alguna brecha en la fortaleza del pensamiento único y la necrofilia dominante. Y una de las pocas actitudes saludables y constructivas frente al futuro, que no es ni más ni menos que el que se construye y arranca a despecho de la crudeza del presente.
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