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El salto de Almonte

Me resistía a verlo. Incluso creo que una maravillosa escapada de fin de semana a los paraísos de Monfragüe, al encuentro con el buitre negro, el alimoche y el halcón peregrino, se debía en el fondo a la necesidad de poner tierra por medio. Como si eso pudiera eximirme de no sé qué culpa compartida. Me refiero al hecho sobrecogedor, al salto. Al momento sublime en que los mozos de Almonte, bien nutridos y bien pertrechados de razón compulsiva, deciden, como todos los años, pegar el salto cualitativo a la espesura del bosque, abrazarse a la esencia mítica, mostrar a las claras cuál es también el verdadero rostro de la condición humana; de dónde venimos realmente. Y es un favor impagable el que nos hacen. Pero al final uno acaba viéndolo. La televisión, aunque algo más comedida este año, nos lo puso en bandeja al primer descuido, y sí, allí estaban otra vez, con su fervor desgarrado, su musculatura en condominio. Rindiendo tributo a la diosa vernal, como hace miles de años. ¿Quién dijo paganismo? ¿Quién mencionó las aún más horribles palabras: fanatismo, idolatría? Yerran quienes lo insinúen siquiera. No será todo eso, según creen, religión verdadera. Pero es verdadera religión. También a los antiguos templos campestres acudían los afligidos, y hasta se operaban milagros, mucho antes del cristianismo. Los que padecen la falacia intelectual de una doctrina ilustrada, capaz de armonizar la furia gentílica con el orden sacerdotal, Dionisos con Apolo, acaso es que no tienen más remedio que engañarse, porque si no su vida resultaría insoportable. Algo así como una borrachera lúcida. Pero lo cierto es que semejante espejismo se rompe en mil pedazos con la evidencia de lo que ocurre, cada año, en la remota liturgia de los almonteños. Ahí está, cruda y contundente, la evidencia. En los años sesenta -¡ay, los sesenta!- la iglesia católica era más cauta. Mantenía un sí es no es con estas eclosiones de ritos populares, una distancia calculada. Hubo años en que hasta las procesiones de Semana Santa eran cuestionadas por algunos curas avanzados. Pero ahora ya no. Y aunque con cierto tono admonitorio -no os paséis, hijos míos- la jerarquía eclesiástica asoma por allí, y hay curas que montan a caballo y gritan delirantes. Están siendo definitivamente ganados a la verdad. También algunos políticos. De responsables era administrar y vigilar la cosa, por lo que pudiera ocurrir. Y no digamos en los tiempos primeros de la democracia, en que había que mostrar, y demostrar, que la gente de izquierda no éramos matacuras, asistiendo respetuosamente a algunos ritos cívico-religiosos. Fue, creo, un buen servicio a la concordia. Pero de ahí se ha pasado al lucimiento y a la rentabilidad política, que es distinto. Ahora se dan de codazos para salir en la foto, rivalizan en quién pone más servicios públicos a disposición de los romeros -nada baratos, por cierto- y colaboran positivamente al esplendor de la fiesta. A lo mejor son lectores de Durkheim: "El retorno ritual a los orígenes garantiza la cohesión social". Quien no se consuela es porque no quiere.

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