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La educación, en la encrucijada

Asistimos a un proceso de cambio que supone el surgimiento de una nueva estructura social. Es una dinámica compleja que se ha dado en llamar globalización. La educación no se salva de ese huracán. Pero ¿qué es lo esencial y qué lo accesorio de la educación? Para Hannah Arendt, la esencia de la educación reside en la natalidad, «en el hecho de que en el mundo hayan nacido seres humanos». Son «los nuevos», y a ellos hay que mostrarles el mundo, para que lo conserven y lo cambien. Hoy los adultos estamos embarrancados en las perplejidades del presente. Para educar es imprescindible un horizonte. Sostengo que estamos entrando en el fin del ciclo histórico que configuró los actuales sistemas educativos, cuyo papel en la consolidación de las democracias occidentales nadie pone en duda. Pero en la sociedad de la información o del conocimiento hay que prevenir el riesgo de degradación del sistema público de enseñanza. Éste deberá acomodarse a los cambios tecnológicos y culturales, pero sin renunciar a sus principios básicos. En el altar de la educación tradicional se adora a cuatro poderosos ídolos: Patria, Padre, Profesor y Patrón. Hoy están en descomposición.La Patria. En torno a los conceptos de nación, mercado y ciudadanía se erigió la escuela pública como el lugar de la igualdad de oportunidades y de la transmisión de la identidad nacional. La globalización supone una pérdida creciente de soberanía de los Estados-nación, en favor de otros tipos de entidades y de identidades.

El Padre. El núcleo familiar y su frágil geometría de afectos y de conflictos es un espejo roto. La incorporación de la mujer al mercado de trabajo, el desempleo, la erosión del patriarcalismo, la aceptación de nuevas formas de agrupación familiar, o la posibilidad de una reproducción «a la carta», son algunas dimensiones nuevas.

El Profesor. Hace pocas décadas, el Profesor tenía prestigio y poder. Era dueño exclusivo del saber acerca del mundo, y podía marcar el destino de los escolares, aunque ese destino estuviera ya escrito en otra parte. Hoy debe competir con otras fuentes del saber y ha de ganarse el prestigio día tras día.

Pero si la familia y el profesor se oscurecen, una luz seductora se apropia del vacío de educación. La televisión es un ingenio que se alimenta con el tiempo de los humanos. A cambio les muestra, sin pudor, el mundo como un lugar sin secretos. Muestra, pero no explica. Algunos autores, Giovanni Sartori el más reciente y radical, relacionan el alto consumo de televisión con el debilitamiento de las funciones intelectuales básicas para acceder a la cultura escolar, basada en secuencias lógicas, en la abstracción, la palabra, el libro y la convivencia con los otros.

El último ídolo, el Patrón. Es decir, el trabajo como principio de realidad que otorga significado al aplazamiento de la vida que supone la escolaridad. Es obvio que hoy el trabajo ha cambiado, y exige nuevas destrezas y aptitudes. Las características que, al decir de todos, auguran una alta «empleabilidad» son: autonomía, capacidad de elaborar y gestionar proyectos, disposición para el trabajo en equipo, autoestima, creatividad, capacidad de aprender y de reaprender. Las mismas que la pedagogía progresista ha reivindicado a lo largo de este siglo.

La lógica del proceso de globalización puede conducir, en alianza con el fundamentalismo liberal dominante, a la exclusión social también a través de una escuela pública desatendida, en un mercado de saberes selectivo y potente. Es imprescindible organizar sistemas formativos integrados, democráticos, de fuerte arraigo local y, al tiempo, de proyección global. La característica básica del proceso de globalización es que subvierte la percepción común del tiempo, del espacio y de la realidad misma. Es decir, la médula de la misma educación.

La educación está en una encrucijada: debe saber conservar lo esencial y desprenderse de lo accesorio. La lógica económica que rige la globalización conduce a nuevas formas de exclusión social a través de una distribución desigual de las oportunidades educativas. La lógica de la educación deberá controlar los efectos de los cambios, pero sin renunciar a los principios de la escuela democrática.

Parece prioritario conseguir la excelencia en los niveles infantil y primario, adaptándolos al ritmo que cada cual necesite para consolidar los aprendizajes básicos, esos que abren la puerta a todos los demás. Conseguida esa base común, no parece difícil establecer un sistema de acceso a una red de experiencias formativas. Este nivel de educación posobligatoria debe responder al principal reto educativo: que cada aprendiz sea capaz de gestionar su propio itinerario educativo, de acuerdo con sus estrategias, intereses y opciones. La Unesco ha actualizado el concepto de «educación durante toda la vida». Garantizada la calidad de la enseñanza pública básica, pueden adoptarse múltiples formas de acceso, salida y reingreso a esas redes formativas, sean públicas, privadas o mixtas, sin límite de edad. Debe rechazarse tanto el pay per know como la gratuidad absoluta en beneficio de nuevas formas de pago, como matrículas a medida, becas y créditos para materias determinadas, bonos y cheques de tiempo educativo, pago a cargo de las empresas, fiscalidad favorable a las inversiones formativas... En suma, un sistema educativo moderno, sustentado en un uso creativo y razonable de las nuevas tecnologías, no discriminador y capaz de vitalizar la rica tradición de la escuela pública, democrática y laica. Para cambiar las cosas hay que vencer el vértigo, lanzarse al siglo XXI con el optimismo prudente de la razón utópica. Eso sí, bien templadas las «tecnologías» con las que se ha ido haciendo el hombre más humano, y a veces también más sabio: su conmovedora y tozuda aspiración a la belleza, la verdad, la bondad y la justicia. Para ahuyentar la inevitable conjura de los necios y gobernar sin miedo el timón, bien estaría recordar lo que escribió Rafael S. Ferlosio, el mejor cultivador del pesimismo ilustrado: «Siempre irrita proponer la búsqueda de la sabiduría, por eso se le opone el escepticismo, la ironía o la descalificación científica». Ésa es la única brújula que precisaremos para navegar por el tercer milenio.

Fabricio Caivano es periodista, fundador de Cuadernos de Pedagogía y premio Esteban S. Barcia de Periodismo Educativo.

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