_
_
_
_
Reportaje:

Entre canas, crestas y tupés

De la peluquería más antigua de Madrid salen algunas de las cabezas más modernas de la ciudad

Pocos podrán imaginar que el rompedor y asombroso corte de pelo que el director de cine Daniel Calparsoro y la actriz Najwa Nimri lucieron en el estreno de Salto al vacío -un rapado con un void grabado a punta de tijera en la nuca-, había salido de los sillones de la peluquería más añejo de Madrid y probablemente de España. "La gente piensa que porque es vieja estamos desfasados, pero de eso nada", dice Rafael López, uno de los dueños de este salón de la calle de Cuchilleros que, aunque por fuera se aferra a una estética decimonónica, dentro lo mismo arreglan unas sienes plateadas dentro del más puro clasicismo, como enderezan crestas a golpe de gomina o ahuecan el tupé de cualquier rockero. "Ahora tenemos una pandilla de 30 o 40 bakalaeros que vienen semanalmente a arreglarse el corte, un cero por los lados y algo más de uno o dos por arriba", añade Alfonso Sanchidrián, el otro socio.Estos dos peluqueros, al filo de los 60 años, llegaron a Cuchilleros hace casi cuatro décadas. Rafael venía de Martos, Jaén, y Alfonso, de Zamora, de una familia donde el arte de la barbería se remontaba a su tatarabuelo. Ellos se conocen la historia de la peluquería, suya desde 1984, con una precisión que denota memoria de elefante. "La fundó don Eladio Gurumeta en el siglo pasado. Primero estuvo en la plaza Mayor, luego en la del Conde de Barajas y el 2 de enero de 1900 se instaló aquí", recuerda Alfonso. Las fotografías amarillentas colgadas de la pared corroboran sus palabras. Don Eladio, con bata blanca y bigote encerado con esmero mira su obra desde la inmortalidad del papel. Cuando murió, la peluquería pasó a manos de Fernando Coello y, posteriormente, a su hijo Guillermo, a quien los dos peluqueros añoran todavía. Él era el jefe cuando llegaron y él se la traspasó en 1984.

Guillermo, fallecido hace tres años, tenía dos aficiones dispares: la peluquería y la camisería. Para conciliarlas, decidió compartimentar el local. La gran mesa, donde apilaba patrones, tijeras, cintas métricas y jaboncillos, llegó con el tiempo a congeniar con los espejos, los sillones de cuero y los reposapiés. "Siempre atendía con el metro colgado del cuello. Tan pronto cortaba el pelo como tomaba medidas. Aún hay clientes que llevan sus camisas y sus repuestos de cuello y puños. Era muy buen peluquero, pero mejor sastre", relatan al unísono.

Las cosas han cambiado mucho, pero para el negocio "que me den estos tiempos", asegura Rafael. Y eso que los varones han perdido la costumbre del afeitado de barbero. Con las 900 pesetas que cuesta un afeitado en regla se amortiza la rasuradora más cara. "Cuando llegué", rememora Alfonso, "una veintena de clientes hacían cola todos los días a las nueve de la mañana para afeitarse. Hoy hacemos tres afeitados al día". Y eso que las barbas requieren un ritual gratificante, aunque simplificado por el tiempo. Atrás quedaron los paños fríos y calientes para abrir y cerrar los poros. "Ahora enjabonamos, rasuramos y masajeamos".

Ambos llegaron durante el reinado del Varón Dandy, el Lucky, la brillantina y el Rhum Quinquina, una loción mágica contra la caspa. Hoy sólo han cambiado las marcas. "La cosmética no ha entrado en los hombres", dice Alfonso, hijo, un treintañero que demuestra que la saga barbera de los Sanchidrián no se ha agotado. Los caballeros, como mucho, se interesan por los champús contra la caspa, la grasa o la calvicie, que todavía el 50% de los que la padecen, no la aceptan", señala Alfonso hijo.

El único lujo que se ha permitido el género masculino ha sido adaptar el largo al corte del momento. Nada de tintes, moldeadores u otras extravagancias. "Aquí no los hacemos porque no hay demanda", dice Rafael, mientras Alfonso padre asiente con satisfacción. "El corte de pelo clásico se adapta a todo el mundo, pero siempre hay a quien le gusta hacer el tontolín". Entonces pasa el guante a su hijo, en parte porque su noción de la estética le arrastra al paternalismo. "Cuando alguien les pide un corte al cero", dice el hijo, "le dan la charla": "¿Estás seguro? Mira que es muy arriesgado, que no te va... Yo no lo dudo".

Los raperos han sido, según él, la tribu más imaginativa y la que más ha puesto a prueba sus habilidades. Con la punta de la tijera ha tenido que dibujar auténticas filigranas en los cráneos, desde letras, números y geometrías hasta paisajes urbanos. "¿Lo más difícil? El Pirulí y los edificios cercanos. Un cliente me trajo una foto y me pidió que la copiara en la cabeza. Tardé hora y media".

Si se le recuerda que el bigotillo franquista fue la seña de identidad varonil durante décadas, insiste en que nadie les ha pedido "un bigote a lo Aznar". Alfonso está de acuerdo con que la estética de la clase dirigente es insulsa. "Es la imagen que deben dar, pulcra, aseada y basta. El carisma tiene que salir de dentro". "Los que sí crean estilo son los presentadores de televisión, los actores y, sobre todo, los futbolistas. La gente se guía por la tele", afirma.

En los bancos de madera abundan los sesentones que no pierden ripio del relato de los tres peluqueros, mientras ríen por lo bajo. "Leer, leen poco", dice Alfonso, hijo. "Es que aquí nos conocemos todos", replica Rafael, "y prefieren sentarse en el banquillo y meter baza". Aunque las tertulias de barbería, como las de botica, son parte de la leyenda, los tres reconocen que frente al enorme espejo arreglan el mundo cada día. Los señores comentan todo lo ajeno, pero guardan un mutismo espeso sobre lo propio. "Hablan de política, de mujeres, de caza, de fútbol y, sobre todo, del tiempo. Pero nunca de sus problemas".

La polémica a veces está servida cuando llegan y simplemente se suman a ella. En otras ocasiones la hilvanan al hilo de la prensa, pues aunque no leen mucho tampoco son remilgados. "Si cogen el Interviú, se van a la página de la señora en cuestión y la comentan. Si miran el Hola, dicen ¡qué asco, siempre lo mismo!, pero lo comentan también". Lo que la alergia les impide ojear es una revista de peluquería con las últimas tendencias del momento.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_