La hucha
Durante algunos años trabajé en la Caja Postal de Ahorros, que ya no existe, creo, o quizá ha sido absorbida por Argentaria con una pajita de las de tomar leche merengada. Mi oficina estaba situada en el paseo de Recoletos, al lado de Cibeles. Sobre el edificio había una gran hucha de neón en la que a partir del oscurecer se veían entrar incesantemente unas monedas sin que por eso se llenara el recipiente. Todavía está, creo, pero ignoro si funciona: no salgo por la noche. A veces, si miras con curiosidad un edificio o un cuadro, acabas dentro de él. Es algo misterioso. Yo había contemplado esa moneda con fascinación de pequeño, así que estaba expuesto a terminar dentro de la hucha, pero por suerte fui a dar al interior de una oficina del siglo pasado donde no sólo había escupideras, sino que además se utilizaban. Había también un jefe de personal que cada 15 días nos revisaba el pelo y si lo teníamos largo nos echaba la bronca y amenazaba con dejarnos sin trabajo. Era un imbécil, el primero de mi vida laboral, no recuerdo su nombre. Disfrutábamos de unos contratos basura que se renovaban cada tres meses si nos portábamos: casi como ahora, pero hace 30 años. Todo vuelve.Entrábamos a trabajar a las ocho de la mañana, pero yo siempre he tenido la virtud de madrugar, que con los años ha devenido en vicio, de manera que llegaba a Cibeles a las siete y cuarto para dar una vuelta por los alrededores y construir historias. Solía bajar por el paseo del Prado hasta Neptuno, y luego cogía la carrera de San Jerónimo para ver la fachada del Palace. Imaginaba que era un extranjero que me alojaba en ese hotel, y que volvía de una juerga nocturna. En invierno, a esas horas todavía era noche cerrada y las calles colaboraban a establecer la fantasía que más te conviniera. Las calles son muy colaboradoras, a veces muy colaboracionistas, y te hacen creer que eres quien no. Contemplé mucho el hotel Palace y aunque todavía no he acabado dentro de él, he cenado varias veces en sus salones, y hasta me han hecho una entrevista para la tele en una de sus habitaciones.
Luego, según el tiempo de que dispusiera, me internaba por las calles de los alrededores observando las luces de las ventanas, el movimiento de los bares, los rótulos de las tiendas. Recuerdo un establecimiento que se dedicaba al "exterminio de termitas, cucarachas y xilófagos". Personalmente, podía comprender que quisieran acabar con las termitas y las cucarachas, pero no entendía lo de los xilófagos. No es que supiera qué cosa podían ser unos seres llamados de este modo, y luego, pese a que la vida me ha dado varias oportunidades, tampoco he querido averiguarlo, pero creía que eran unos músicos cuyo instrumento estaba formado por un tubo largo, de madera, lleno de agujeros y de llaves. Una gente humilde, en fin, que no merecía ser fumigada bajo ningún concepto.
Todas aquellas calles, sin que yo entonces lo advirtiera, iban formando en mi interior una geometría, una red, porque los barrios, al contrario de los edificios o los cuadros, acaban dentro de ti si los recorres muchas veces. Parece mentira que en una caja craneal del tamaño de la de un ser humano quepan plazas, avenidas, pasajes, bulevares, parques... (Dejo un momento de escribir para levantarme a beber un vaso de agua y noto que conmigo se desplazan también Los Jerónimos, y el Museo del Prado, y el Ateneo, y hasta el edificio de la Fnac se inclina peligrosamente cuando me llevo el vaso a la boca).
Así que acabé dentro de la Caja Postal, con la moneda de neón sobrevolando mi cabeza de administrativo. Cuando logré salir de aquellas oficinas del siglo pasado (las del antepasado más bien, dada la cercanía del próximo), me llevé dentro todo el barrio como si formara parte de mi constitución ósea. En la clavícula derecha tengo instalado el Palace. Y si continúo caminando hacia el hombro desemboco en la calle de Zorrilla, desde la que enseguida alcanzo Jovellanos. Dos pasos más allá, junto a los alveolos pulmonares, se encuentra Cedaceros y, ahí al lado, Cibeles. Torciendo un poco a la izquierda, das con mi oficina de entonces, la Caja, instalada en unos solares del pulmón. Algunas noches, al caer la moneda dentro de la hucha, todavía me duele.
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